El día en el que lo potencialmente imaginable se hizo imagen

Preguntas contra la simplificación de la violencia política bajo el mote de discursos de odio. | Por Mariana Gómez* y Paula Onofrio**.

Odiar no es sinónimo de matar, ni decir es hacer. Pero dar a ver sí es imaginar; es la capacidad de instituir formas instituidas. O en otras palabras, la posibilidad de volver imaginable lo inimaginable.

En la relación entre los discursos que incitan a la violencia y la escena que irrumpió en el locus público aquel 1º de septiembre de la mano de Fernando Sabag Montiel empuñando una Bersa calibre .32, a centímetros del rostro de la Vicepresidenta, hay bastantes vicisitudes. Lo mismo sucede entre la palabra y la imagen; entre el hecho y su mediatización; entre un cuerpo y su representación.

 

Pensar los límites

Como no podría haber sido de otra forma en la Argentina actual, el intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner abrió una serie de debates y de tomas de posiciones. Los medios de comunicación, la violencia política, el populismo, Milei, el avance de la derecha, los discursos de odio y el Poder Judicial encendieron rápidamente la agenda pública. En un relativo amplio espectro, quienes repudiaron el atentado coincidieron en la idea de que se habían traspasado ciertos límites: “los límites de la democracia”, “el límite del uso de la violencia”, “los límites discursivos de lo enunciable”. También, los límites de lo imaginable en nuestra sociedad.

Al respecto, las palabras de la propia Cristina durante su primera aparición pública, después de que un -hasta entonces- ignoto se camuflara entre la multitud y gatillara dos veces frente a su cara, son elocuentes. Con sacerdotes, curas, monjas y laicas como interlocutores directos, el 15 de septiembre, desde su despacho en el Senado, la Vicepresidenta se refirió al acontecimiento: “y pasó lo que pasó, pero yo creo que lo más grave no es lo que me pudo haber pasado a mí. Para mí lo más grave fue haber roto un acuerdo social que había desde el año 1983”.

¿Qué es eso que pasó? ¿Qué es eso que hizo suspender, en esta ocasión, la capacidad de denominación de la oradora? (Desde “los piquetes de la abundancia”, en referencia a los cortes de ruta tras la Resolución 125, hasta el “Partido Judicial”, decenas de ejemplos demuestran su cintura política para ponerle o cambiarle el nombre a las cosas como estrategia de disputa por los sentidos). Sin desconocer las explicaciones psicologistas que iluminan los modos de tramitación de situaciones potencialmente traumáticas, la definición tautológica de Cristina (“pasó lo que pasó”) abre -desde nuestro punto de vista- el debate extendido sobre lo que algunos no dudaron en catalogar como “discursos de odio” hacia un terreno poco explorado aún, pero igualmente descollante; también, igualmente enrevesado.

Seamos claras. Ahí donde las palabras todavía no alcanzan para describir lo que pasó, la imagen ya apareció: nos imaginamos (en imagen) la ejecución de Cristina. La bala no salió, pero la escena se vio; y lo que hasta entonces aparecía en expresiones de deseo más o menos orquestadas, y performances más o menos bizarras o violentas, se volvió imaginable. En todo caso, se trata de una delgada, endeble, tácita y poco problematizada línea que dibuja (o desdibuja) las fronteras entre lo que es potencialmente imaginable para nuestra sociedad y la irrupción de la imagen efectiva del hecho que sacudió el tablero de lo aceptable.

¿Cuál es la diferencia entre uno y otro? Sin la pretensión de clausurar un debate que nos excede, podemos mencionar -empero- un elemento clave: la presencia del cuerpo. Es el cuerpo de la víctima, que no es ni más ni menos que el de la propia Cristina, el que aparece como testimonio de la violencia más atroz. Ella a centímetros del arma que, de haber consumado el disparo, hubiese tenido consecuencias socialmente imprevisibles. Eso sí que nos resulta difícil de imaginar.

Toda sociedad, en cada momento histórico, fija para sí los límites de lo que es imaginable y lo que no, y establece las fronteras dentro de las cuales desplegar su imaginación, su reflexión y sus prácticas. En cada caso, el imaginario acota lo que puede verse y lo que no puede verse, lo que puede pensarse y lo que no puede pensarse, lo que puede hacerse y lo que no puede hacerse, lo que es un hecho y lo que no es un hecho, lo que es posible y lo que es imposible. A modo de ilustración, basta recordar la frase atribuida a Fredric Jameson, a propósito del capitalismo como único sistema político-económico imaginable para nuestras sociedades: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

En la Argentina, desde 1983, la democracia representa el modo ideal de cómo nos imaginamos el vivir en sociedad. Imperfecta, dañada, erosionada, la democracia fija los límites de lo imaginable post-dictadura. Esos límites fueron -precisamente- los que se franquearon la noche del 1º de septiembre, cuando lo potencialmente imaginable se hizo imagen, poniendo en tensión nuestro imaginario.

Ahora bien, por un lado, franquear no quiere decir, necesariamente, que haya habido una ampliación perentoria de los límites del imaginable democrático. El inmediato repudio -forzado o no- de un amplio espectro de actores de cierto peso en la vida pública y la masiva movilización popular del día siguiente insuflan una cuota de esperanza de que así sea. Podrá argumentarse que, con los días, el debate se polarizó y no faltaron quienes pusieron en duda la autenticidad del hecho. Pero aún para aquellos, la acción continuó siendo moralmente condenable (de ahí, quizás, las elucubraciones sobre un auto-atentado). Sólo una minoría marginal celebró sin sonrojarse la posibilidad explicitada en aquella escena de aniquilar, mediante el uso de la violencia, al que piensa distinto.

Por otro lado, si bien existe una diferencia de estatuto semiótico fundamental entre ver una bolsa negra con nombres propios y ver a Cristina bajo una Bersa calibre .32 apuntándole en la cara, sería necio ignorar la escalada de violencia instalada que, desde hace años, amplía a cuentagotas las fronteras de qué es lo aceptable o, al menos, lo tolerable en nuestra sociedad.

 

La violencia que habita los discursos

Con una mirada atenta al discurso social de nuestra época, con foco en los temas aceptables, en los lugares comunes, en la doxa, en los temas recurrentes, en los tabúes, en los enunciadores y los lugares de enunciación, y en las maneras de decir más o menos rutinarias de nuestra sociedad, pensamos cómo aquella escena, que circula una y otra vez por los medios de comunicación, irrumpe, franquea, al menos por un momento -no sabemos si efímero o perdurable-, nuestro imaginario. Desborda, si no infringe, la puesta en discurso.

Cuando decimos discurso social, parafraseando a Marc Angenot, hablamos de los repertorios tópicos, de las reglas de encadenamiento de enunciados que, en una sociedad dada, organizan lo decible -lo narrable y lo opinable- y aseguran una división del trabajo discursivo. A nuestro entender, el discurso social, como sistema regulador global, habilita que ciertos temas, palabras, imágenes y que puestas en escena puedan ser viables y aceptables en determinados espacios de circulación. Vehiculiza el encanto, los públicos cautivos, e incluso la contemplación voyerista… También el recelo y el rechazo.

Si el discurso social organiza lo que es posible decir, mostrar y opinar en los medios de comunicación, en las performances públicas, en la prensa, en las conversaciones cotidianas de los espacios de trabajo, en las charlas de café; en nuestra sociedad, no es difícil admitir que los discursos violentos ya integran el repertorio narrativo, argumentativo y tópico de nuestro sistema discursivo ¿Qué son las bolsas negras que simulan cadáveres con nombres de dirigentes políticos en la puerta de la Casa Rosada sino una expresión más, entre tantas otras, de la discursividad de nuestra época? ¿Qué es la guillotina de madera y de cartón sino una puesta en espectáculo de la muerte que, aunque desdeñada, habita tranquila en las principales calles de la Ciudad de Buenos Aires y su transmisión en directo por los principales canales de cable y aire?

Más allá de los lenguajes, los estilos, las prácticas significantes y las opiniones, se pueden identificar dominancias interdiscursivas, maneras de conocer y de significar lo conocido, que son lo propio de cada sociedad, y que regulan y trascienden la división de los discursos sociales. Aquello que, siguiendo a Antonio Gramsci, Angenot denomina hegemonía discursiva. La hegemonía discursiva es ese conjunto de mecanismos que imponen aceptabilidad sobre lo que se dice y se escribe, incluido el margen de variaciones y desviaciones aceptables.

Ahora bien, ¿cómo pensamos lo decible y lo aceptable cuando la discursividad de nuestro aquí y ahora no cesa en su escalada de violencia? ¿Cuáles son los límites de lo decible en el marco de un entramado económico que reproduce las condiciones de desigualdad en el acceso al espacio mediático? ¿Será que las expresiones que pregonan odio y violencia se vuelven parte, imprecisa pero no por ello menos significativa, de ese margen de variaciones y desviaciones aceptables? ¿Qué es lo que permite que los discursos violentos de grupos minoritarios tengan horas de cobertura mediática? ¿Qué es lo que hace posible que en una sociedad determinada y en un momento dado se dediquen horas de televisión a la puesta en espectáculo de la muerte? Sea para su rechazo; sea para su beneplácito. Los discursos circulan. La violencia se materializa en textos. Y, con vehemencia, discursos racistas, misóginos y machistas no titubean en aparecer en el espacio público.

 

Un cultivo efervescente

Después del hecho, tan atroz como repudiable,  y de la circulación tan acelerada como reticular de su imagen por los medios de comunicación, parte del debate de la agenda pública puso el ojo en los denominados discursos violentos o de odio como la principal, sino la única, condición de posibilidad de los sucesos de aquella noche del 1º de septiembre.

Se trataría de una serie de discursividades violentas que, finalmente, habrían decantado, o encontrado su clímax, en el intento de magnicidio de la Vicepresidenta. Cuasi como si el desenlace hubiese sido cantado; como si el sentido habitara únicamente en las superficies; como si aquellas discursividades fueran todas ellas no solo identificables, sino también enumerables. Como si la evidente escalada de violencia, además, se enlazara más a los acontecimientos recientes que a las memorias trágicas de la Argentina.

La relación causa – consecuencia, que construye una linealidad que se presume más obvia que sorpresiva, acelera, por default, una pregunta que, a nuestro modo de ver, y a esta altura, resulta poco sustancial: si el espesor de la discursividad social tenía su final anunciado, ¿era previsible el atentado? ¿Era imaginable que pasara lo que pasó? No lo creemos.

Sería irresponsable ignorar el interdiscurso como una condición de producción de la violencia más desmesurada. Como también sería una mirada incompleta desconocer la coyuntura política, social y económica sobre la que estos discursos hacen pie. Es demasiado pretencioso, al menos desde el lugar que nos toca, señalar cuáles fueron las causas, que a priori no podrían ser identificables ni aislables, que movilizaron a una persona de 35 años a infiltrarse entre un grupo de personas para atentar contra una líder política, poniendo -incluso- su propia vida en riesgo. Nos inclinamos a pensar, en cambio, a Sabag Montiel como un hijo sano de un caldo de cultivo efervescente en el que la discursividad violenta bulle ferviente. Se trata, entonces, de re-pensar y actuar -cuanto antes- sobre ese entramado complejo, pero efectivo, que pone en peligro el sistema que elegimos para vivir en sociedad.

 

Mariana Gómez Triben. Maestranda en Análisis del Discurso; docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación y de la diplomatura en Comunicación Política (UBA)

María Paula Onofrio. Magister en Diseño Comunicacional y Becaria Doctoral; docente de la diplomatura en Comunicación Política (UBA).