Barajar y dar de nuevo

Por Natalia Romé

 

El sublime reaccionario, bajado a tópico estetizante diario, da la sensación de que entreteje con la mayor delectación y completud las formas furtivas que adquiere la actual subjetividad de masas hoy, discutida como postpolítica o protopolítica. La épica del mal y sus vocablos sirve, informan, denuncian. Pero también transportan hacia el afuera y hacia el adentro de una subjetividad (…) como si los frutos de la extrema derecha aproximasen más directamente que otros enunciados, que otros datos, informes y procesos aún sin designaciones, a lo ‘real’ de esta presente frontera entre épocas. Como si facilitase lo impronunciable de lo actual venidero.

Nicolás Casullo. Las Cuestiones. (2007)

 

Un seductor encanto parece hoy rodear a las expresiones de derecha. Una fuerza de lo inexorable acompaña su paso, ante la mirada atónita de quienes, hasta hace poco, nos sabíamos mayorías. ¿Qué pasó?

Las explicaciones acuden prontas a calmar la ansiedad.

El capitalismo tardío, con su capacidad mortífera para fragilizar las vidas y convencernos de la salida salvífica de la autoexplotación emprendedora, ofrece un caldo de cultivo sustancioso para un malestar incapaz de pensar claramente sus causas y deseoso por encontrar chivos expiatorios en los que descargar la furia de la frustración.  Pero el capitalismo no es nuevo. ¿Estas derechas sí lo son? ¿Qué hay de nuevo en estas “nuevas” viejas derechas?

Tal vez, no son las derechas -que no cesan de retomar los tópicos canónicos de la doctrina neoclásica y las formas más rancias de negacionismo- sino las condiciones de su presentación pública las que se han renovado. Habitamos una época liminar en la que confluyen crisis varias y en diversos niveles: desaceleración del crecimiento del producto bruto mundial, crisis hegemónica del hasta hace poco “pensamiento único”, crisis en el reparto geopolítico del mundo, crisis ambiental… No es poco. Y ya sabemos, la incertidumbre agita los fantasmas más oscuros del alma.

La llamada Sociedad de la Información, con su promesa de un mundo sin fronteras, donde las telecomunicaciones harían con pulcritud técnica la tarea de la sucia política, duró poco. Los organismos internacionales cuyas elites tecnocráticas tejieron a todo nivel la normatividad neoliberal como pensamiento hegemónico, entramado en instituciones, fundaciones y ONG, no lograron resolver a fuerza de políticas “humanitarias” ningunos de los “efectos colaterales” del capitalismo financiero, basado en la especulación y la rapiña.

El nuevo siglo convirtió las formas crueles y punitivistas, reservadas para los lejanos países periféricos o para las poblaciones marginales, en la norma de su paradigma securitario mundial, con su deflación de derechos civiles básicos. En octubre de 2001, se promulgó en Estados Unidos la tristemente célere “Patriot Act”, y en enero de 2002, se creó la cárcel de Guantánamo. Hay algo “nuevo” en estas viejas derechas que, sin embargo, las desborda e, incluso, antecede.

El neoliberalismo nunca fue “progresista”. Vaya si los sabemos en América del Sur, donde sus políticas se implementaron a sangre y fuego. Pero convengamos que, durante un par de décadas, los componentes autoritarios y antidemocráticos que son parte esencial de sus doctrinas desde mediados del siglo XX, quedaron bajo la superficie, o reservados para los márgenes. Logramos vivir durante años sin verlos demasiado, como si acontecieran excepcionalmente.

El neoliberalismo nunca fue “progresista”, pero gran parte de la población vivió como si lo fuera. Las izquierdas con resignación o cinismo abrazaron su indolencia tecnocrática, sus mecanismos de judicialización, la lógica del cálculo aritmético del sondeo y la lengua de madera de la corrección política. Las formas de la representación fueron lentamente captadas por las lógicas técnicas de la “gestión”, el “emprendedorismo”, el marketing político. Seguidismo y realpolitik gerencial ahogaron toda creatividad social y política. Me llama mucho la atención cuando, en los días electorales, los partidos triunfadores suben al escenario coronado con una pantalla que dice “GRACIAS”. ¿Gracias por qué? Resulta muy difícil no sentirse estafadx  o, en todo caso, ajeno en ese momento. Como cuando clickeás el botón de “pagar” en alguna plataforma de compras online y te das cuenta de que no leíste la letra chica que decía “más impuestos”.

El neoliberalismo nunca fue “progresista”, pero si funcionó como un bloque histórico a escala mundial, lo hizo con importantes alianzas. Nancy Fraser insiste en que, sin un “progresismo neoliberal”, no hubiera sido posible esa construcción hegemonía. En ese progresismo, confluyeron las normativas de la tolerancia y la diversidad administradas a cuentagotas; la socialdemocratizacion de las izquierdas europeas, avergonzadas por sus antiguos compromisos soviéticos; los actores de las diversas “transiciones democráticas” de muchos países periféricos (y no solamente latinoamericanos). La palabra “utopía”, de Este a Oeste, se convirtió en sinónimo de totalitarismo, tragedia y muerte en la literatura mainstream de las ciencias políticas. Categorías como la de “lucha de clases” fueron reemplazadas por el universo semántico de la llamada “cuestión democrática”.

En un libro que no he dejado de leer desde que fue publicado, Silvia Schwarzböck pone el foco en las transformaciones que se produjeron en nuestra vida cultural nacional desde los ochenta. Llama a esas transformaciones “postdictadura”. La postdictadura es el triunfo de la dictadura en la democracia, es el reino de una política del cálculo sobre otros modos de imaginar la representación política, de una cultura diurna del “tiempo libre” como bien de consumo y de una sociabilidad basada en la sospecha y en el espionaje. La postdictadura es la psicologización del terror como estética de la sobre-explicitación que inunda medios y plataformas con excesos de información improcesable, donde resulta muy difícil encontrar un punto arquimédico desde el cual distinguir lo bueno, lo justo, lo bello de lo faccioso, lo cruel y lo falaz. En este espacio público tan “transparente”, el problema no es ya la “invisibilización” de algunos sujetos o de sus necesidades y demandas, sino la relativización de todo saber y aserción, el desanclaje del significante respecto de la rica y densa historia compartida. Y por supuesto, el negacionismo bajo un modo singular: la incapacidad de imaginar formas de vida de izquierda, modos de habitar y convivir que recuperen algo de una ética orientada por el deseo de una revolución. O, lo que produce un efecto similar, la pluralización y banalización de las revoluciones customizadas.

 

II.

Después de habernos creído irreversiblemente “posneoliberales”, el año 2016 nos enfrentó a la constatación de la supervivencia de la postdictadura como una serie de napas subterráneas y disponibles, resortes activos en otras escenas, mostrando su potencial crueldad en momentos esporádicos de punitivismo, en “excesos” linchatorios, o bajo formas algo bizarras de desprecio antipopular. Formas postdictatoriales que no lograron articularse como proyecto político de clase con apoyo de masas, hasta 2008. Lo demás es historia conocida.

Desde entonces, una generación vino a reclamar su derecho a ocupar el Estado. La generación de los Niños Mierda. “La postdictadura es cruel con los Niños Mierda, todo lo que cruel que no es con sus padres, a los que sí decide salvar por las razones que ellos mismos les dieron a sus hijos: que no sabían lo que pasaba, o que, si sabían, estaba aterrotizados por saberlo”, dice Schwarzböck, y agrega que “la maldición del Niño Mierda es su desconocimiento absoluto de la vida de izquierda. Lo único que él conoce es la vida de derecha. La vida de izquierda sólo puede conocerla por la vía negativa y a posteriori: es lo que se aniquilaba en los campos de concentración a la hora del Nesquick.”

Pero nada de eso pasó sin contradicciones. En ocasiones, se habla del neoliberalismo como si fuera una suerte de “espíritu de época”, un clima, un destino total. Pero no, las formas que adoptó el capitalismo en las últimas décadas del siglo XX no resultaron del mecanismo de relojería de un crimen perfecto. Por eso, antes que “neoliberalismo” deberíamos hablar de neoliberalización. Por dos motivos. Primero, para dejar de pensar que el neoliberalismo es una “esencia” que se expresa en unos seres particulares, antes que un conjunto de tendencias y procesos de transformación que modifican de modo desigual todas las relaciones sociales. Pero también, para no olvidar que ese proceso, llamémoslo de “neoliberalización” de nuestras sociedades, no se dio solamente como forma de autopreservación y reproducción del capitalismo, superación de sus contradicciones internas, agotamiento del régimen de acumulación de posguerra… sino también como respuesta y reacción de clase a una serie de movimientos que atravesaron el globo desde mediados del siglo XX, con los efectos antiimperialistas del peronismo -que la querida Alcira Argumedo ubicaba en los inicios del tercermundismo-, la revolución cubana, las alianzas sur-sur de los años sesenta; los movimientos de liberación nacional y las luchas anticoloniales. Un tiempo de revolución trunca en el que los procesos de renovación de la izquierda en los países centrales, con sus movimientos feministas y antirracistas, casi se encuentran y confluyen con las luchas antiimperialistas de los países periféricos. Casi: 1973, pliegues, resonancias y contradicciones.

Luego, los feroces procesos dictatoriales fuertemente alimentados por las potencias coloniales -alcanza pensar con el rol estratégico de Francia y Estado Unidos en la formación de los “cuadros antisubversivos” para comprenderlo- y la caída del muro de Berlín ahogaron la memoria de esas experiencias en las coordenadas de una nueva legalidad democrática (entendida como “antitotalitaria”, lo que en nuestro país, al menos, se tradujo como “anticorporativa”), basada en el paradigma de los Derechos Humanos como factor de orientación para innumerables experiencias de resistencia a la desposesión y el disciplinamiento por la fuerza. Pero también, a las formas verticalistas de autoridad, a la “violencia simbólica” de las mayorías, a las formas de presión político-corporativa (que no fueran las de los lobbys de corporaciones internacionales).

Rápidamente, los derechos humanos se volvieron un campo de disputa y repolitización. Perdieron su condición formal -propiamente jurídica-. En su nombre se abrieron nuevos lenguajes y tácticas para la lucha política, disputas por la democratización de los lazos sociales, por la reparación de la vitalidad cultural y por la justicia social y la distribución material. Bajo su paraguas, se produjeron procesos nada desdeñables de ampliación de justicias y libertades. Importantes avances que, no obstante, pagaron el precio de una refundación cultural e intelectual que paradójicamente contribuyó a conservar y ensombrecer la herencia de lo que “casi” ocurrió. Entre 2003 y 2015, la herida abierta de una neoliberalización desgarrada por otras memorias nacionales, plebeyas, emancipatorias y latinoamericanistas alteró el tiempo de la llamada “transición democrática”. Luces y sombras. Agitación y estatismo.

La militancia social posdictatorial supo desde un inicio los límites del nuevo escenario que se abría ante sus pies -advierte Catalina Trebisacce (2018)- y “encontró en el paradigma biopolítico de los derechos humanos –que abandonaba los derechos civiles discretos, predeterminados y finitos, por derechos de vida digna, indeterminados y con capacidad de despliegue infinito– la posibilidad de construir espacios inesperados de acción” (Esposito, 2009). Fue sin duda la gran plasticidad que adquirió el derecho bajo este nuevo paradigma la que lo convirtió, para muchxs, en el relevo posible de los viejos proyectos revolucionarios; o, al menos, en el camino disponible para imprimir torsiones al estado de cosas imperante.”

Con límites claros. Hoy empezamos a saberlo (no como resultado de un estudio académico sino como constatación material y masiva). No resulta menor la concentración de las fuerzas postdictatoriales en los pliegues institucionales del Poder Judicial, el de nuestro país y el de otros, en toda América. ¿Ante quién vamos a reclamar nuestros derechos ahora?

 

III.

Asistimos a un tiempo bisagra. Álvaro García Linera lo llama “tiempo liminal”. Ese tiempo también está marcado por el agotamiento o cesación de los recursos de la politización del terreno jurídico. La criminalización, no ya del conflicto social y sus militantes populares, sino la de los dirigentes y funcionarios que protagonizan esas gestas judicializando las políticas públicas que impulsan, con resultados increíblemente arbitrarios y antidemocráticos, ha llegado a extremos que vuelven imposible la vida democrática más allá de unas regulaciones abstractas del funcionamiento institucional. Resulta algo estrecho, debe decirse, caracterizar este momento como el de una exclusiva crisis del poder judicial. Es toda la sociabilidad política que se organizó en base a cierto equilibrio táctico de juridización de la política y politización del derecho la que se encuentra vacilando.

Las derechas lo saben y ya han empezado a librar sus batallas en ese terreno. Mientras concentran sus fuerzas des-democratizadoras en las instituciones judiciales, en los organismos internacionales y en los poderes fácticos globales, despliegan unas narrativas globalifóbicas, antitecnocráticas, denuncian castas internacionales y nacionales, convocando el hartazgo popular a una reacción contra la hipocresía, la indolencia o la inacción.

La hermenéutica de la crueldad con la que se cuece la traducción de la frustración en intolerancia no es espontánea. En donde quiera que se escuche, el recitado ultraderechista repite los mismos tópicos, las frases casi calcadas, las imágenes de sus enemigos y las teorías conspirativas. Una suerte de internacional ultraconservadora teje alianzas para disputar la incertidumbre que exuda la bisagra epocal en la que nos encontramos. Toda esta escena tiene sus reverberaciones locales, silvestres y orgánicas. Difícil no verlo.

Entre las muchas cosas que repiten en sus discursos, Giorgia Meloni, Santiago Abascal, Mauricio Macri, una ha tomado mi atención: “No hay más lugar para el buenismo” en el mundo que viene, insisten. El buenismo –dice, por ejemplo, Abascal- lleva a la derrota y a la desaparición de Occidente.

En noviembre del año pasado, en un encuentro de partidos conservadores en Ceuta, el presidente de Vox, Abascal, llamaba a “construir una alternativa intelectual al buenismo y al cosmopolitismo imperantes”. Pocos días antes, en Argentina, Macri lanzaba su libro ¿Para qué? Y, con una expresión similar, se lamentaba de haber tolerado el “buenismo” en su fracasado gobierno. En septiembre, Meloni promocionaba su candidatura como mandataria italiana convocando a una liga conservadora europea contra el “buenismo”.

Si el bien es la democracia, dice Schwarzböck, “el mal -el mal absoluto- son los represores. Así lo fundamenta en Juicio al mal absoluto, Carlos Nino (…)  por su carácter contrario a lo humano, la lesa humanidad buenifica como un todo a la sociedad civil”.

Si el “buenismo” es otro modo de supervivencia de la dictadura en posdictadura, como consagración de formas de vida de derecha, ¿qué significa que sean las derechas  negacionistas las que anuncian hoy el fin del buenismo?

La táctica se despliega con extrema claridad ante nuestros ojos. Una vanguardia de derechas hace su agosto corriendo los límites de lo pensable en el agónico declive del mundo pos-globalización. Ese mundo en el que el “buenismo” consagró la captura tecnocrática de la creatividad política, las políticas humanitarias ahogaron las antiguas formas de solidaridad y organización internacional, la lengua del derecho tomó casi por completo las imágenes, esperanzas y afectos de las luchas populares. Ahora, dicen ellxs que el “buenismo” fue el triunfo del “marxismo cultural” y la globalización era de izquierdas. La democracia amordazada por infinitos procedimientos burocráticos, por los criterios de “transparencia” y “eficiencia” impuestos a los países por organismos multilaterales de crédito, redactados por elites de expertos internacionales, había sido de izquierdas…

El triunfo de las llamadas “ultraderechas” no es electoral. Su triunfo es antes en el terreno de la cultura política y comenzó cuando sus representantes fueron aceptadxs como voces legítimas en el cansino e indolente espacio público de nuestras “democracias” contemporáneas, cuando en nombre del “pluralismo” se consagró un falso pluralismo de las “opiniones”, incluso aquellas que atentan contra la vida de la propia comunidad política. Parecían personajes marginales, algo bizarros o incluso ridículos, vendían bien en televisión y agitaban el morbo del consumo en redes. Su estética kitsch parecía garantía de ingenuidad o impotencia. ¿Cuántas replicaciones cínicas, escandalizadas o juguetonas, cuántas horas de pantalla gratuita habrán recibido en manos de lxs hoy espantadxs demócratas?

Ahora nos preguntamos con perplejidad cómo es posible que las derechas hayan captado -o transfigurado- a su favor algunos elementos propios de la cultura de izquierdas del siglo XX: la calle, la impugnación de los clichés institucionales, la interpelación a la furia de las masas, el odio a las injusticias, la lengua de la justicia popular.

Es tarde para denunciar las “falacias de las derechas”. Sus discursos ya forman parte de lo esperable de nuestra cultura política. Tan importante es su triunfo que los debates “democráticos” se libran entre cómo operar sobre ellos la censura quirúrgica, o sobre cómo definir jurídicamente sus formas de segregación, negacionismo o apología de la violencia.

Pero lo más notable es que, cuando anuncian el fin del buenismo, no sólo reivindican su disposición antidemocrática, no sólo confiesan que su propuesta a la crisis del proyecto neoliberal de la globalización es por derecha (a la derecha de la vida de derecha), sino que ocupan legítimamente el lugar de la crítica a sus efectos. Disputan el poder de definir quién ha sido el responsable de la horadación tecnocrática de los regímenes democráticos, de la separación hermenéutica entre las imágenes, valores y deseos de las masas y la lengua procedimental y demoscópica de sus representantes. Se apuran a denunciar la hipocresía tecnocrática de las representaciones políticas. El neoliberalismo nunca fue progresista, ¿o sí?

La ambivalencia es la fibra más viva de la política. Lograr ocupar lugares de enunciación para colocarle el cascabel al gato y ordenar los sentidos de una época es una de sus prácticas más específicas. No se trata de tener razón, se trata de forzar el orden de lo razonable. Por antintelectualistas, conspiracionistas, terraplanistas que sean, las derechas han logrado decir la situación, captar los malestares, mirarlos de frente, dotarlos de una hermenéutica comprensible y unas claves de interpretación. Están haciendo política. No hay falacia en la transfiguración de la “rebeldía”, los sujetos políticos son siempre metáforas (las masas, el pueblo, etc.). Para tener fuerza material e histórica, deben presentarse encarnados en algo imperfecto pero real y, por lo tanto, transfigurados.

No es posible enfrentar a esas derechas sin tomar en serio -sin subestimación, sin fascinación ni melodrama- su crecimiento a escala global y local. Entender que su potencia radica en su capacidad de leer la coyuntura y actuar en ella.

El “fin del buenismo” es un gran diagnóstico y deberíamos empezar a preguntarnos qué vamos a hacer con eso.

Porque no es del todo tarde. El fin del buenismo también puede ser reclamado por quienes nunca fuimos sus beneficiarixs. Imaginar qué otras formas de vida democrática somos capaces de desear, más allá de la lengua del derecho, de la corrección política, de la ética burocrática de la “transparencia” medida por ONG y poderes judiciales aristocráticos, es una tarea urgente. Como lo es definir una ética popular que pueda enunciar, sin que se nos enrede la lengua, que matar y robar está mal, una agenda concreta de la justicia social, formas de seguridad, representación y organización propias.

El mundo está en crisis y no está escrito su desenlace. Es preciso dejar caer el enamoramiento con nuestros propios clichés, que han dejado de funcionar, que ocupan hoy el podio de la indolencia, que no le hablan a las mayorías sobre las causas de sus padecimientos, ni proponen una justicia social creíble y audaz. Es preciso agitar la creatividad de los márgenes, donde vive el pueblo que no cuenta en los focus groups. El pueblo al que los sondeos, el microcosmos guetificado de Twitter, los eslóganes de campaña, pero también la infantilización de la militancia y el debilitamiento de las mediaciones políticas reales, le arrebatan sistemáticamente el derecho a la invención común de lo público.

Es preciso recordar que las memorias de esas batallas que quedaron suspendidas en un “casi” durante la larga noche (extremadamente iluminada) de la hegemonía neoliberal, también se encuentran disponibles. Aparecen como el repertorio de los momentos más potentes de las luchas políticas que no cesaron de insistir desde los años noventa hasta nuestros días. El desafío es encontrar los modos de convocar sus espectros.

El buenismo no somos nosotrxs, nunca lo fuimos, nunca nos beneficiamos de él. ¿Por qué demonios no dejamos de una vez de ser sus únicos defensores en un mundo que reclama una profunda transformación? Sería lamentable descubrir demasiado tarde que las posiciones timoratas o escandalizadas de ciertos progresismos locales son otra forma de aferrarse a unos privilegios que siguen siendo de clase, de género y de raza, en medio de la miserabilización y la indolencia de las mayorías. Porque, como dice César González en El fetichismo de la marginalidad, “las profecías son siempre actos de deseo que luchan por materializarse”. Será acaso que a “nuestro amor le faltó la inteligencia, la astucia, la paciencia y la capacidad de escucha que tiene el odio” porque, “el odio, como la religión según Marx, es el ‘corazón de un mundo sin corazón’” (González, 2020).