Los que soñamos despiertos anhelamos la libertad

Por Mariano Pacheco

 

El actual retorno a la equiparación de libertad como lo otro del autoritarismo estatalista no es novedad. Es, en todo caso, una reactualización bajo nuevas condiciones, de una antinomia que recorrió buena parte del siglo XX e incluso del anterior. Es que, con la irrupción de la Revolución Francesa, en 1789, el pensamiento político quedó fuertemente marcado por dos de sus tres banderas: la igualdad y la libertad (la fraternidad fue la tercera en discordia, la subestimada cuando no ignorada). Así como la igualdad supo ser el concepto-bandera “caballito de batalla” de las izquierdas, los progresismos y las corrientes nacional-populares, la libertad ha sido más bien un concepto disputado entre las tendencias anti-comunistas y anti-populistas y franjas más bien minoritarias de las perspectivas emancipatorias. ¿Debería seguir esto siendo así?

 

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Quienes nacimos a la vida política tras la caída del muro de Berlín y una vez consumado lo esencial de ese peronismo del revés que implicó el menemato, con su programa neoliberal que arrebató a la Argentina su soberanía nacional y sumergió a su población en la injusticia social, crecimos leyendo a Cooke y escuchando rock, porque esos sonidos epocales nos permitían retrabajar la tradición revolucionaria peronista en una clave más cercana al desafío que al lamento. Había que asumir la situación desfavorable con la “honestidad brutal” de la que nos hablaba Calamaro hacia fines del siglo pasado, inicios del que está en curso. El mismo Andrés que tiempo después le cantaría a “la libertad”: para “todos los marginales del fin del mundo”, “para los que sueñan despiertos”, como un siglo antes había planteado Lenin, al incitar a soñar, pero “a condición de creer en nuestros sueños”.

Algo de eso estuvo presente en los bolcheviques que en Rusia protagonizaron la primera revolución obrera del siglo y se propusieron comenzar a construir el socialismo, incluso en tiempos desfavorables (¡y vaya si desfavorables!) de la Primera Guerra Mundial. Y algo de eso estuvo también presente en el Bebe Cooke, cuando abandonó la redacción de la revista De Frente para –revólver en mano– correr hacia la Plaza de Mayo –que estaba siendo bombardeada– a defender al gobierno popular. Porque se sabía –y Evita lo había advertido con lucidez– que a la fuerza brutal de la antipatria había que oponerle la fuerza popular organizada, en pos de defender no sólo las conquistas sociales y laborales obtenidas por la clase trabajadora durante esa década, sino también la patria libre y soberana.

Obviamente, al interior de las izquierdas en el mundo y del peronismo en Argentina, la preponderancia de las luchas por la justicia y la igualdad y el prejuicio contra las ideas de libertad sostenidas por sus adversarios (que acusaban a estas experiencias de autoritarias en nombre del “mundo libre”; que defendían el “libre” mercado contra el Estado social), llevaron a las corrientes emancipatorias, muchas veces, a no librar una lucha simbólica por sostener una posición de enunciación que también reivindicara como propias las banderas de la libertad, y la fraternidad.

Pero, así como el socialismo soviético tuvo sus derivas efectivamente autoritarias, y al interior del peronismo algunas de sus fracciones simpatizaban más con los modales castrenses y las posiciones elitistas y autoritarias inscriptas en una matriz nacionalista de derecha, otras corrientes nunca dejaron de bregar por enlazar lo nacional-popular con una rica tradición liberal (en el mejor sentido de la palabra, también descartado por la militancia plebeya), de textualidades latinoamericanas pero también europeas, como las de la filosofía política moderna y contemporánea. Por eso, para Cooke, que supo ser un lector atento de Sartre, al igual que Horacio González, el hecho de que la palabra socialismo no agitara las aguas del peronismo de la “reorganización nacional” (el posdictatorial de los últimos cuarenta años) era una tragedia.

 

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La actual coyuntura nacional, en su dramatismo, trae consigo la caída de un fetiche: el que sostiene que no hay que hablar de “cosas raras” porque “la gente no entiende” y está preocupada por urgencias que imponen las necesidades materiales de la vida. Pero resulta que aparece un candidato que habla de economía, sustenta sus posiciones en autores y libros que nadie ha leído o conoce, pero se supone son de una rotunda erudición, que vuelve a hablar de Marx y del comunismo y de los cimientos filosóficos sobre los que se asientan lemas como el de la justicia social (¡para demolerlos, por supuesto!) y ese personaje, en lugar de provocar rechazo, produce furor en un amplio porcentaje de la población, sobre todo entre la juventud (y no precisamente la letrada de los sectores medios que puede ir al Colegio Nacional de Buenos Aires o a la UBA –aunque últimamente también–); furor que lo ha situado en posición de ser uno de los posibles candidatos que resulte electo presidente de la Argentina.

¿Por qué no abordar entonces, desde el peronismo, los debates estratégicos importantes, sin por eso renunciar a resolver las urgencias (que son muchas)? ¿Por qué seguir postergando las discusiones que requiere un momento de crisis nacional como el actual, en un contexto donde la pandemia mundial puso en el tapete la necesidad y la posibilidad de volver a rencauzar los interrogantes fundamentales de la perspectiva “civilizatoria”? (Término, este último, que no puedo sino colocar entre comillas, precisamente por el sitio antagónico en el que se lo situó en la historia argentina frente a la denominada “barbarie” de las masas de gauchos, indios, cabecita negra, subversivos, piqueteros o planeros).

 

 

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“La justicia y la libertad” no se regalan: “se conquistan y defienden”, puede escuchársele decir a Fierro, el personaje cinematográfico gestado por Fernando “Pino” Solana en Los hijos de Fierro, en ese afán tan típico de la época (los setenta) por poner en serie a “Don Martín” con Perón, al siglo XX con el XIX, a las masas desposeídas de un extremo y otro de la línea temporal de la historia nacional. “Socialismo y Libertad”, el grupo fundado por Jean Paul Sartre y otros compañeros de ruta durante la ocupación de la Alemania nazi a Francia (Segunda Guerra Mundial); “Justicia y Libertad”, o “Libertad, Justicia y Soberanía” en el peronismo; “Libertad o muerte” como grito de guerra contra la colonización durante la revolución haitiana o “Patria Libre” en las revoluciones latinoamericanas del siglo XX (de la mexicana de 1910 a la sandinista en Nicaragua en 1979, pasando por la socialista en Cuba en 1959).

La libertad no es ajena a nuestras tradiciones y flaco favor le haríamos a cualquier intento actual de recrear la perspectiva emancipatoria, si renunciáramos a ella por verla en boca de nuestros adversarios. Una crítica literaria y ensayística argentina que leí por estos días sostiene que un rasgo de la memoria es que es “justa”, porque “extiende la vida y el tiempo de los que ya no están”. La coyuntura actual vio sus aguas aquietadas no porque desde este lado hayamos sido capaces de poner en movimiento todo aquello que había que mover para que las cosas cambiaran, sino porque aquellos que en el fondo quieren que nada del estatus quo cambie, vinieron a realizar su llamado al orden desde las banderas del cambio y la libertad.

Nos queda la ardua tarea de defender y conservar un legado, atendiendo a la siempre renovada apuesta del cambio, de la transformación, que no puede ser más que en un sentido de mayor justicia e igualdad, pero también, de defensa y conquista de mayores márgenes de libertad, singular y colectiva, para poder deliberar y decidir sobre nuestro destino, y no esperar que otros (por lo general, los factores de poder real) lo hagan por nosotros.