Por Natalia Romé
“La verdadera libertad es garantizar derechos”, reza un slogan de campaña.
¿De quién es esa libertad? Hay que desandar una compleja retórica argumental para decirse que es cierto que el aparato garante de derechos es el Estado pero que, en realidad, esa frase estaría hablando al pueblo cuya fuerza hace del Estado uno garante de derechos y no de privilegios…
¿Y qué hay con lo de la “verdadera” libertad? ¿Cuál es y, especialmente, quién tiene el criterio de lo verdadero? No hace falta más para intuir la encrucijada en la que estamos.
La lengua de los derechos ofreció un terreno propicio para la politización de la reparación, desde el 2001. La malla burocrática estallada permitió abrir la materialidad de la letra a una hermenéutica agonal. Fueron años de jugar en la vibración ambivalente que permite el fondo arbitrario de toda ley, alcanzando resultados democratizadores.
Funcionó y negarlo es negarse a un acumulado político de saber colectivo. Sería no solo injusto sino estúpido, porque el archivo de las luchas populares no puede ser borrado y reescrito con la astucia táctica del zorro sino con la templanza inercial del viejo topo. Saber quiénes somos es todo lo que tenemos y no es poco. Si lo fuera, no habría tanto esfuerzo de derecha por borrar la memoria, rehistorizarla, reinventar mitos y refundar la nación.
No se trata de borrar nada. Pero tampoco de hacer de la historia reciente una ontología, o peor, una nostálgica metafísica de la política.
Resistir a las sospechas autonomistas con respecto a todo tipo de alianza con el Estado fue fundamental para la reconstrucción de un cuerpo material y afectivo nacional-popular en condiciones de sostener la capacidad de veto político frente a los voraces poderes globalizados. Pero eso no obsta para asumir los límites y riesgos de un proceso de depuración de la ruidosa y contradictoria política de base en una sintonizada militancia de Estado, sin audacia ni creatividad para atravesar el paradigma de los derechos y estallar su lengua de madera.
Retomar la tradición nacional nos permitió reescribir la pregunta por el desarrollo, imaginar la tarea y, especialmente, la escena litigiosa en la que ella se reproduce desde hace más de un siglo, comprendiendo la potencia económica y política que conlleva una distribución más justa de la riqueza producida. Pero eso no justifica negar los límites de una apuesta distribucionista sin transformación de la matriz productiva. Junto con la revivificación del proyecto de desarrollo nacional con industrialización y trabajo formal, convendría releer los programas de La Falda y Huerta Grande, que ya advertían sobre la transformación material de la base productiva como transnacionalización irreversible, y preguntarse si seguir fantaseando con una espectral burguesía nacional es una apuesta algo más que melancólica.
Pero, especialmente, antes que innumerables estudios politólogos sobre las consecuencias desmovilizantes del consumismo sin pedagogía política, o de estudios antropológicos sobre la “bronca” de los precarizados, convendría preguntarnos si entre tanta miopía no hemos consagrado nuevas fronteras en el campo de nuestra visión, fronteras minorizantes, altaneras y moralistas que atribuyen siempre a otros la ignorancia y la autodestrucción.
No se trata entonces de “disputar el sentido” de la libertad entendida como un significante flotante, se trata de volver a forjar una libertad nuestra reinventando el nosotrxs que la enuncia.
No es tarde, es el momento para hacerlo.
Libertad para encontrar el modo de fortalecer la moneda nacional atada a la base de la riqueza energética que requerirá el mundo del futuro, como lo hizo Rusia con el gas, en plena guerra.
Libertad para recuperar las líneas estratégicas de la cooperación regional, empujando una geopolítica multilateral en un planeta con bloques dominantes tambaleantes.
Libertad para reinventar las formas del mundo del trabajo en el desierto arrasado del trabajo fordista, aprovechando el saber acumulado en la economía popular y feminista. Anticiparse a la reforma laboral imaginando los términos del trabajo futuro.
Libertad para pensar la reforma institucional del Estado, ampliando la democracia ejecutiva por sobre la legislativa. Colectivizar la educación y la salud, disminuyendo la burocracia hipertrofiada al ritmo de las normativas de organismos internacionales, orientadas al debilitamiento de la soberanía.
Libertad para reinventar nuestra ética sin importar los estándares neoliberales de la llamada transparencia que sólo producen opacidad, ineficacia y separan al pueblo de su propia fuerza.
Libertad para rehacernos como pueblo y como nación sin temerle a la furia y al hartazgo.
Libertad para leer la crisis del neoliberalismo que se da ante nuestros ojos nublados y entender la oportunidad que se abre, si sabemos escuchar que la libertad podría ser simplemente no tener miedo.