Por Eduardo Rinesi
La palabra “libertad” es una vieja voz de nuestras lenguas políticas, sobre la que querría aquí hacer un intento para que la grosera destemplanza que venimos teniendo que oír y que se la eyacula en ciertos discursos de la campaña presidencial a la que asistimos no nos impida reflexionar un poco. Porque es una palabra seria e importante, que la salud de nuestra democracia y la calidad de nuestras discusiones reclama que no sea convertida en un bramido irreflexivo y tosco. Las palabras que usamos en nuestras conversaciones sobre lo común contienen siempre el eco de viejas discusiones y batallas, que les dan una riqueza y una densidad que no deberíamos permitir que sean aplanadas por la gritería irreflexiva en la que se expresa la extrema indigencia conceptual de algunos de los personajes con los que las vueltas de la historia nos obligan, en esta dramática hora que vivimos, a discutir. La que aquí nos interesa, la palabra “libertad”, hereda las interesantísimas querellas en torno a su sentido que a lo largo de los últimos siglos han sostenido los grandes exponentes de por lo menos tres tradiciones filosóficas y políticas distintas: la liberal, la democrática y la republicana.
La primera de esas tradiciones, la liberal, es la que, proverbialmente, se ha ocupado de pensar las condiciones para la libertad de los individuos, de los ciudadanos y las ciudadanas, frente a los poderes que amenazan asfixiarla o conculcarla: los de los monopolios, los de la Iglesia o las iglesias, los de las corporaciones. A veces también los del Estado, cuando es gobernado de manera autoritaria o dictatorial. Pero no cuando lo es en el marco de la Constitución y del respeto de las leyes, en beneficio –precisamente– de esa libertad que esos otros actores que acabamos de indicar amenazan con frecuencia vulnerar. Un ejemplo viene enseguida a la memoria: el de ese movimiento político fundamental de nuestra historia que fue la Reforma Universitaria de 1918, animada por un decidido y militante espíritu liberal (y en cuyos textos mayores la propia palabra “Libertad” luce por todos lados: “Las libertades que faltan…”, “A los hombres libres…”), que se levantó contra las restricciones a esa libertad impuestas en la Universidad de Córdoba por las corporaciones que monopolizaban la actividad profesoral y por el clero, y lo hizo reclamando en su ayuda el apoyo del gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen, que prestó en efecto esa ayuda por la vía, nada menos, de la intervención –en nombre y en favor de esa misma libertad que estaba en juego– de la Universidad. La pretensión de que toda intervención del Estado en la vida colectiva es siempre y por principio enemiga de la libertad es ideología pura –e ideología anti-liberal.
La segunda de esas tradiciones, la democrática, es la que se pregunta por las condiciones para la libertad, no “de” tales o cuales poderes, ni “frente” a tales o cuales amenazas, sino para hacer tal o cual cosa, y en particular por la libertad para participar activamente en la discusión sobre lo común y en los procesos de toma de decisiones sobre los asuntos que interesan a toda la comunidad. Esta libertad “positiva” a veces busca realizarse en contra del gobierno del Estado, sobre todo cuando este, sobreactuando las prerrogativas que le otorga el principio liberal de la representación –en virtud del cual “los ciudadanos no deliberan ni gobiernan sino por medio de sus representantes”–, excluye a la ciudadanía de la posibilidad de intervenir en la conversación sobre los asuntos que le conciernen, como ocurrió en la Argentina, por ejemplo, en los meses del gran movimiento que derrocó al gobierno de Fernando de la Rúa a fin de 2001. Pero en muchas otras ocasiones este tipo de libertad consigue realizarse no fuera sino dentro de las instituciones del Estado, cuyo gobierno es tanto más democrático cuanto más logra incorporar las voces y las demandas de la ciudadanía, o cuantos más canales es capaz de generar para que esa ciudadanía y sus organizaciones puedan discutir los planes y propuestas de sus representantes, sus iniciativas legislativas o sus políticas públicas. El alfonsinismo lo intentó con iniciativas como el plebiscito a través del cual convocó a los ciudadanos y las ciudadanas a expedirse por o contra la suscripción de un tratado de paz con Chile en relación con el conflicto limítrofe en el canal de Beagle o como la convocatoria al recordado Congreso Pedagógico Nacional. No eran, ni esas ni ninguna de tantas otras experiencias en la misma dirección que se ensayaron en el país antes y después, prácticas de conversación democrática semejantes a las que tenían lugar en el ágora de las antiguas ciudades griegas, pero eran sin duda bastante mejor que nada.
La tercera de esas tradiciones, la republicana, es la que entiende a la libertad no como una cosa privada, de cada uno o cada una, sino como una “cosa pública”, como parte de la res publica, y la que comprende por lo tanto que nadie puede ser libre en un país que no lo es. Que es esclavo, verbigracia, de un ejército invasor, de una metrópoli imperial o de un organismo financiero internacional. Esa es la idea de libertad que proclama, como un “grito sagrado”, el Himno Nacional Argentino, la que tenía en mente el General San Martín cuando invitaba a que “seamos libres”, porque lo demás no importaba nada, la que permitió afirmar que los argentinos nos habíamos vuelto “un poco más libres” cuando un presidente democrático, en años mucho más recientes, canceló la deuda que teníamos con el Fondo Monetario Internacional o cuando su sucesora celebró la puesta en órbita de un satélite nacional que nos permitía depender un poco menos de los grandes complejos comunicaciones del planeta. Como es fácil ver, esta idea de libertad –en la que pensaban, cuando usaban esa palabra, Aristóteles o Cicerón o Maquiavelo o Hegel– reclama, con más evidencia que ninguna de las anteriores, la acción decidida del gobierno del Estado, gracias a cuya intervención en contra de las fuerzas que la sofocan o la niegan puede esa libertad, ahora colectiva, realizarse, y es una idea de libertad que se deja nombrar también, en los modos en los que hablamos sobre ella en nuestra lengua política corriente, como soberanía.
Pero en realidad ninguna de estas tres formas de la libertad que nos permiten pensar estas otras tantas tradiciones que están en la base del modo en que hoy pensamos los problemas políticos en nuestras sociedades tiene por principio una connotación anti-estatalista o acarrea la necesidad de que tengamos menos Estado o de pensar contra el Estado, como si este fuera su enemigo por antonomasia y no, por el contrario, el responsable de crear las condiciones para que podamos disfrutar de ella. Lo que defienden quienes defienden la supresión de las capacidades regulatorias de los gobiernos democráticos del Estado, aunque lo hagan tronando la palabra “libertad”, no es otra cosa que los privilegios de aquellos que quieren seguir gozando de ellos a expensas del conjunto de la sociedad de la que forman parte. Contra esa pretensión debemos levantar la idea de un Estado que, democráticamente gobernado, nos permita, limitando en vez de naturalizar esos odiosos privilegios, que no están inscriptos en la naturaleza de las cosas sino que son el resultado de una historia hecha de despojos y opresión, tener garantizadas todas las formas de la libertad que hemos considerado en estos párrafos.