Polonius: Though this be mad, yet there is method in’t.
Hamlet, 2.2.200-1
Algo más allá del odio y más acá del amor para pensar políticamente la aversión y el desprecio que el kirchnerismo despierta por lo que expresa antes que por lo que es. | Por Eduardo Rinesi
Como la del edificio de una asociación mutual destrozándose con estrépito de vidrios rotos a diez cuadras de nuestra propia casa, como la de las dos torres más famosos del planeta desmoronándose ante nuestros ojos en el corazón de Nueva York, la imagen de una mano criminal gatillando dos veces frente al rostro de la Vicepresidenta de la Nación pertenece al orden de lo impensado, si no, incluso, al de lo impensable: al de lo que no podíamos pensar que pudiera venir a acontecer, y de lo que, una vez acontecido, no somos capaces de conceptualizar de un modo que no nos resulte insatisfactorio. De un modo que no consista más bien en la repetición de un conjunto de eslóganes más o menos biempensantes, o de “explicaciones” que en realidad no explican nada, que temo que es lo que venimos acumulando, en torno al hecho que se condensa en esa imagen, desde hace ya cuatro semanas. El riesgo es que, en nuestro afán por entender lo que no terminamos de entender, la política se nos escurra entre las manos.
1.
La expresión “discursos de odio”, por supuesto, no está nada mal como señalamiento de las características de un tipo de retórica llena de desprecio, tanto por la dirigente política que fue objeto del ataque como por sus bases militantes, que sin duda es inseparable, o que acaso incluso constituya uno de los fundamentos, de las razones que motivaron la intentona magnicida. Su abuso, sin embargo, entraña una cantidad de problemas frente a los cuales conviene estar alertas. En primer lugar porque parece presentar esa pasión, el odio (que en general uno no elige tener o no tener, sentir o no sentir, y que tampoco conduce necesaria ni generalmente, cuando sí le pasa a uno de tenerla o de sentirla, a la comisión de hechos delictuales como el del que aquí se trata), como la causa más o menos directa del atentado, que de ese modo queda desprovisto, en la interpretación que sobre él se ofrece, de las motivaciones de naturaleza política que sin duda tiene y que tendríamos que proponernos encontrar.
Peor que eso, o más grave desde el punto de vista interpretativo y práctico, es que el énfasis en el odio que en efecto destilan un conjunto de discursos hace aparecer muchas veces a la pasión presuntamente opuesta a esa del odio, la del amor, como la solución al problema que esos discursos representarían. La cantidad de veces que en estas semanas hemos repetido u oído repetir como una letanía que “el amor vence al odio” es la cantidad de veces que hemos renunciado a pensar en términos políticos el problema que enfrentamos y el modo de tratarlo. Mucho mejor que esa frase anodina y banal es la reformulación que la lleva a decir, menos ingenuamente, que son la solidaridad o la organización las que pueden “vencer al odio”, expresión esta mucho menos candorosamente edificante y mucho más programáticamente política, aunque también nos deje con la sensación de que le faltan cinco para el peso, porque todavía no termina de explicar bien la naturaleza del “odio” del que aquí se trata, que en estos apuntes me gustaría ver si podemos tratar de caracterizar.
Porque me parece que parte del problema es que la no debida caracterización de la naturaleza de ese odio (de los motivos y del objeto de ese odio) está en la base de un modo de pensar las cosas que puede llevarnos a ya no poder explicar nada de nada, o peor todavía: a poder explicarlo todo… mal. Entre los comentarios periodísticos y de distinto tipo que siguieron al atentado contra la vida de la vicepresidenta, varios de los que intentaron “contextualizarlo” subrayaron la presunta “espiral de odio” a la que habríamos estado asistiendo en los días previos, así como los ánimos también presuntamente “caldeados” de todos los protagonistas de los acontecimientos (la movilización en apoyo de la dirigente y su brutal represión policial) que se habían desarrollado en las cercanías del domicilio de la vicepresidenta: “a un lado y al otro de la grieta”, y otros tantos que intentaron pensar qué habría pasado si los disparos que quiso hacer el tirador no se hubieran trabado en el interior de su arma se ocuparon de fantasear sobre todo “lo que habrían podido hacer”, en respuesta al crimen que no fue, los hipotéticos (pero convenientemente simétricos) odiadores de la otra orilla del río.
Al día siguiente al atentado, una fuerte movilización de repudio al hecho y de apoyo a la vicepresidenta llenó las calles de la ciudad de Buenos Aires y de muchas otras ciudades del país. En una de ellas, al anochecer de ese día, alguien que no es un “kirchnerista”, sino más bien un, digamos, “liberal de izquierda”, escribió –como se dice– “en sus redes”: a) que había ido a la marcha, porque el atentado le había parecido por completo repudiable; b) que lamentaba no haber visto en ella a militantes del Pro o de Juntos por el Cambio, pero también c) que había que entenderlos, porque, la verdad, el “kirchnerismo” había hecho la convocatoria a manifestarse de manera muy parcial, muy poco invitante para quienes no pertenecían a sus filas, muy sectaria. La grieta, siempre la grieta: de cada lado se odia y se excluye y no se invita con el suficiente entusiasmo a los que están del otro. Por eso estamos como estamos. En solo quince líneas, el texto, que había empezado siendo un repudio al atentado contra la Vicepresidenta, se había vuelto una crítica (otra más) al proverbial sectarismo kirchnerista. Menos mal que paró ahí, porque si no, en cinco líneas más, ese sectarismo iba a terminar siendo el verdadero culpable del atentado. Si los tratan tan mal, pobres, ¿cómo quieren que después no quieran asesinarlos?
Odios por todas partes, ánimos caldeados, intolerancia “a ambos lados de la grieta”. ¿No nos explicó el ecuánime José Natanson, hace pocos días, que la democracia argentina había podido en todos estos años sortear virtuosamente los desafíos que le plantearon todas las expresiones de violencia que había tenido que enfrentar, como el intento de golpe de estado de Semana Santa de 1987 y –ay– los saqueos a almacenes y supermercados? En los años 80’ nos cansamos de leer que “el autoritarismo” (no la dictadura: el autoritarismo, que había encontrado en ella una, pero solo una, de sus encarnaciones) tenía sus bases en una “cultura política” intolerante que todos debíamos empeñarnos en dejar atrás a través de sinceros actos de contrición y esfuerzos de aprendizaje. Hoy volvemos a leer estudios sobre el autoritarismo y la intolerancia que anidarían en la sociedad argentina, y que se expresarían en el alto porcentaje de personas que frente a las entrevistas que se les hacen responden cosas como que a los negros hay que matarlos a todos y a los bolivianos hay que mandarlos de vuelta a su país. Esos estudios están muy bien, pero no les hagamos explicar lo que no pueden (lo que por lo demás creo que no pretenden) explicar.
No son más interesantes las solo aparentes “explicaciones” del atentado que ponen el acento en la extracción social de los integrantes de la banda que parece haberlo pergeñado e intentado ejecutar. “Lúmpenes”. De acuerdo. Hijos de la movilidad social descendente de estos años. Sí. Pero eso no explica nada. Por lo menos: no explica todo. Fueron hijas de la movilidad social descendente de los 90 las bases militantes de ese gran protagonista colectivo de la fuerte democratización de nuestra democracia que fue el movimiento piquetero, igual que habían sido y serían hijas de desgracias aún mayores las Madres de Plaza de Mayo en los años anteriores y las militantes feministas agrupadas en torno a la consigna de “Ni una menos” en los siguientes. Y si algo nos enseñó el autor que hizo de lo lumpen una categoría política fundamental en sus estudios sobre la vida pública francesa del siglo XIX es que el comportamiento de esos actores no es una función de su pobreza, sino del modo en que son instrumentalizados por los poderosos. Es decir, de nuevo: de la política.
Qué es lo que falta tanto en la explicación “culturalista” sobre los “pequeños pasos” que conducirían, primero, de las ideas de segregación y de exclusión a los “discursos del odio” en los que esas ideas se sistematizarían y se expresarían, y, después, de esos discursos a las acciones (del dicho al hecho) de planificar un crimen y de llevarlo a cabo, como en la explicación de ese odio, esos discursos y esas acciones por la situación de pobreza o de caída en la pobreza del puñado de sujetos identificados hasta este momento como probables perpetradores del plan criminal contra la vicepresidenta y de su ejecución. Para colmo, resulta que estos sujetos son, por lo menos en un sentido general de la palabra, jóvenes, lo que nos permite tirarles por la cabeza, junto a toda la bibliografía sobre “la desorientación de los jóvenes en la sociedad contemporánea”, toda nuestra pereza y todos nuestros prejuicios. Pobres y jóvenes. Los sospechosos de siempre. Me gustaría sugerir que las cosas son más complicadas.
2.
Hace una punta de años, en la antigua Roma, los copitos no se llamaban Brenda ni Fernando ni Gabriel ni Joana, sino Bruto y Casio y Casca, y, sea porque no eran una manga de lúmpenes impresentables sino unos refinados jóvenes de la élite senatorial, sea porque no marraron, sino que acertaron, sus estocadas magnicidas, se convirtieron en los héroes de cierta tradición del pensamiento republicano occidental (la que considera que nada es peor para la res publica que la concentración del poder político en un solo sujeto) al sacarse de encima, a puñalada limpia, a un líder popular llamado, como es fama, Julio César. Que no era un tirano ni nadie se había ocupado de juntar tres toneladas de pruebas de que lo era, pero que era tan amado por el pueblo que podía sentirse tentado a convertirse en el tirano que no era, y que por eso mismo merecía ser sacado, preventivamente, del camino.
Alguien podría decir, claro, que andar apuñalando gente por ahí, de modo preventivo o del modo que sea, difícilmente pueda ser considerada una acción virtuosa desde un punto de vista republicano ni casi desde ningún punto de vista, pero frente a esa observación una vasta bibliografía observaría, en sentido contrario, que la acción de esta muchachada tan enfática sí debe considerarse una acción republicana, en la medida en que, después de consumado el acto criminal, el líder de los conjurados contra la vida del anciano líder, el joven y noble Bruto, habló al pueblo, ofreció un discurso al pueblo, para dar, en ese discurso, razones públicas de lo que habían hecho. Hay un libro del filósofo político argentino Andrés Rosler que se llama justo así: Razones públicas, y que, sostenido sobre esta idea de que el cesarismo es el enemigo por antonomasia de la república, destaca el valor de este gesto de los asesinos de Julio César de dar esas razones públicas de su acción criminal al pueblo.
Claro que uno podría argumentar que lo verdaderamente republicano habría sino, no explicar públicamente lo que se hizo después de haberlo hecho, sino hacer una consulta igualmente pública sobre lo que iba a hacerse antes de hacerlo, y que eso Bruto y sus amigos tuvieron buen cuidado de no hacerlo, porque sabían bien que la tarea que se traían entre manos no habría contado nunca con la aprobación del pueblo, al que por lo tanto se ocuparon de esconder su plan criminal, pergeñado entre sigilosos susurros y cuchicheos. Los jóvenes de la élite planearon a espaldas del pueblo acabar con la vida del líder de ese mismo pueblo, al que odiaban por la simple razón de que era amado por ese pueblo, al que le ocultaron sus designios y al que solo se dignaron dirigirse después de haberlos realizado. Al que odiaban, en otras palabras, por la simple razón de que odiaban y despreciaban a ese pueblo cuyo amor él recibía y cuyos intereses y aspiraciones él encarnaba. Las élites odian a los líderes del pueblo por la simple razón de que odian al pueblo.
Al que, sin embargo (y esto no deja de resultar interesante), necesitan. Cuatro siglos y medio antes de los hechos que comentamos, en el inicio de la historia de la república romana, el pueblo, harto de la prepotencia de los nobles, había dejado la ciudad y se había ido a establecer a uno de los montes que rodeaban Roma, tal parece que al Aventino. Y los patricios, liderados por el senador Menenio Agripa, los habían tenido que ir a buscar para que volvieran, porque necesitaban que los plebeyos estuvieran dentro de la ciudad haciendo el trabajo duro que ellos no querían hacer. De manera que el problema no es la existencia del pueblo. El problema no es que el pueblo esté allí ocupando su lugar y haciendo lo que los ricos necesitan de él que haga: trabajar, sino que se salga de ese lugar previsto y prefigurado para él y pretenda ocupar otro lugar (que opere la dislocación del orden social que le permita ocupar otro lugar): el de ciudadanos, el de sujetos iguales en libertades y derechos a los de la clase que se había acostumbrado, a lo largo de los siglos, a dominarlos y explotarlos. El problema no es la existencia del pueblo, sino el pueblo –digámoslo así– fuera de lugar. De su lugar.
Eso es lo que había puesto como locos, entre nosotros, a los sectores más acomodados de la sociedad en cierta tarde de octubre de 1945: que un montón de sujetos provenientes de los suburbios pobres de la ciudad, que hasta entonces venían cumpliendo su tarea de hacer funcionar la economía dejándose explotar en las fábricas, los talleres y las oficinas, salieran, vestidos con sus ropas de trabajo, de esos lugares a los que hasta entonces habían estado conminados y tomaran el centro de la capital para exigir la libertad de su líder, que había sido encarcelado. Que tomaran la ciudad y la plaza central de la ciudad y se mojaran las patas en la fuente de esa plaza, que nunca les había pertenecido y que ahora, con ese gesto insoportable, hacían suya. Eso es también lo que pasó esta vuelta, cuando otro montón de hombres y mujeres, a los que la élite de la ciudad ya se ha habituado a ver manifestar en esa plaza, tomaron por asalto, no esa plaza, que ya les pertenece, sino el más recoleto barrio de toda la ciudad, donde ocurre que vive la líder a la que querían expresar su apoyo y su cariño después de un episodio de lo que legítimamente percibían como una persecución judicial insoportable, y lo llenara de cuerpos y de gritos y de humo de choripanes cuyo olor se impregnaba insolente en las cortinas blancas de los propietarios.
Esa prepotencia es la que les resultó insoportable a las fuerzas conservadoras de la ciudad y a sus mastines, que en una exhibición grotesca y por completo antidemocrática, anti-republicana e ilegal le tiraron encima a esa multitud pacífica que ejercía su derecho a expresarse y a ocupar el espacio público de la ciudad (su derecho a la ciudad, como se ha dicho) tanques y gases y chorros de agua sobre los cuerpos que había que sacar de ahí, sobre esos cuerpos que habían cometido el crimen de salirse de su sitio, de ocupar un lugar que no era el suyo, que no era el que les estaba reservado, y a los que por lo tanto había que desalojar, que correr, que volver a su lugar. Volver al pueblo a su lugar. Volver las cosas al orden del que nunca debieron haber salido. ¿No es ese el programa de la derecha argentina (y más en general, latinoamericana) después de los años en los que, gobernados por líderes como la que había motivado las manifestaciones de adhesión de esa multitud que se había movilizado hasta la puerta de su casa, esos pueblos habían conquistado un conjunto de derechos que a los miembros de nuestras élites les resultan, por su enorme capacidad igualadora, agraviantes, insoportables, imposibles de pensar?
Es que en América Latina (pero no solo en ella: el ejemplo romano vuelve a traer hasta acá sus enseñanzas), los pueblos suelen conseguir salirse de su sitio y en ese movimiento realizar algunas de sus expectativas de igualdad de la mano de líderes carismáticos y personalistas como estos de los que hablamos. La derecha no necesita ese tipo de líderes, porque su poder se sostiene en otro sitio: en la propiedad de la tierra y de los medios de producción y de los medios de comunicación. Es el pueblo, son los pueblos, los que, inermes frente a ese enorme poder que tienen las élites que los dominan, se dan a sí mismos los líderes que necesitan para hacerles frente. No importa, o importa poco, si eso nos gusta o no nos gusta (al autor de estas líneas no le disgusta ni un poquito): en todo caso, es un hecho. Los pueblos, en América Latina y no solo en ella, tienden a darse líderes personalistas y carismáticos para organizar sus exigencias de libertad y de derechos, y eso vuelve a esos líderes particularmente insoportables para los detentores de los privilegios que esas exigencias vienen a impugnar.
Por eso los odian y los persiguen. No porque haya en nuestras sociedades ninguna “espiral de odio” ni ninguna matriz cultural de intolerancia que los odiadores se limiten a “expresar”. Y por supuesto que no porque sean, los odiados, “corruptos”. Los odian y los persiguen porque odian al pueblo cuyos anhelos de libertad y de igualdad esos líderes expresan, y porque quieren, después de unos años en los que todo se les fue de las manos y los pueblos conquistaron una cantidad de derechos que ellos, los propietarios, no toleran, que las cosas vuelvan a su cauce y que no vuelvan a salirse de él. Por eso los acusan, a todos y a todas, a Lula y a Correa y a Evo y a Lugo y a Cristina y a Milagro (¿en serio hay que hacer un curso para poder verlo?), de los mismos pecados, que sin ninguna discriminación y de modo casi intercambiable (porque da lo mismo, porque no les importa nada) les imputan, que no son otros que los que se les han imputado siempre a los dirigentes populares a los que se ha querido correr del centro de la escena.
Por eso sugería que había que poder precisar mejor la naturaleza del odio del que acá se trata, que es menos el odio a una persona que el odio a lo que esa persona representa: no tanto la mera existencia de unos otros que pueden quererla, admirarla, idolatrarla, sino la pretensión de que entre esos otros y ellos, los que los odian –y los que odian por lo tanto a la persona en que se encarnan sus expectativas y sus deseos–, pueda haber un espacio común, una cosa pública (una res publica) y común donde rija el principio democrático fundamental de la igualdad. Eso es en el fondo lo que odian: la igualdad. La odian, y odian a quienes, insolentes, querrían ser iguales a ellos, y odian a quien les hizo posible a esos insolentes experimentar en varios sentidos diferentes, a lo largo de un gobierno cuyo recuerdo es para ellos el de una anomalía insoportable y que por eso no puede repetirse, esa igualdad que no toleran.
3.
En ese preciso sentido es cierto que el disparo al rostro de la vicepresidenta fue un disparo contra la democracia, igual que fueron golpes y gases y chorros de agua contra el cuerpo de la democracia los que recibieron los manifestantes que en los días previos se habían acercado a la puerta de su departamento. La violencia de los días que siguieron a la serie de gritos en los que consistió el grotesco alegato del fiscal Luciani fue enorme y ciertamente criminal, y estuvo a un paso de cobrarse una víctima fatal. Pero que se dejen de macanas los distribuidores equilibrados de sanciones morales a diestra y siniestra: fue una violencia que se ejerció, ostensiblemente, en una sola dirección, desde el poder armado de las fuerzas de seguridad de la ciudad de Buenos Aires y desde las sombras de una también armada organización criminal contra la fuerza democrática de miles de ciudadanos y de ciudadanas inermes manifestándose en favor de una dirigente, a la que percibían (con toda la razón del mundo) como víctima de una serie de atropellos incalificables, y contra la vida de la propia dirigente.
Así que ni “espiral de violencia” ni “ánimos exaltados” ni “cultura política autoritaria” ni “jóvenes sin futuro a causa de la desocupación”: violencia sistemática ejercida, bajo las órdenes y la responsabilidad política de sus autoridades civiles, por las fuerzas de seguridad del gobierno de derecha autoritaria de la ciudad, e intento de un magnicidio desplegado por –por lo que hasta aquí sabemos– una banda criminal integrada por animosos militantes de una organización de ultraderecha de fuerte cercanía por lo menos ideológica (aunque todo indicaría que un poco más también) con algunas de las fuerzas políticas de la oposición al gobierno nacional. ¿Que hay, también fuera de esos grupos, gente que cree que a los negros hay que matarlos a todos y que los bolivianos se tienen que volver a su país, que hay una gran cantidad de jóvenes que en efecto perciben su futuro con desesperanza, y que hay también una cantidad de conciudadanos que reproducen en sus propios comportamientos ante otros y otras las violencias de las que son objeto? Qué duda. Pero no diluyamos la complejidad de los problemas que tenemos que pensar en el aguarrás de un culturalismo repetido ni de un sociologismo de primeros auxilios.
En la Argentina, millones de personas experimentaron en los tres primeros lustros de este siglo que un ejercicio más pleno de la ciudadanía política, económica y social era posible para ellos y ellas, y no se engañan respecto a qué orientaciones de la política pública hicieron que lo fuera. Fueron orientaciones de la política pública no violentas, no excluyentes, que no buscaron desalojar a nadie de ningún lugar sino incluir del modo más amplio a quienes durante un cuarto de siglo se habían ido quedando afuera de todo. La respuesta a esa pacífica insolencia democratizadora la conocimos, en las formas de una política económica y social ferozmente restauradora de los viejos privilegios y de las viejas exclusiones, de la vuelta de la barbarie represiva sobre la ciudadanía y de la persecución brutal sobre los dirigentes populares, en los años que siguieron. La contraposición entre esos dos modelos es lo que está en juego, hoy, en la Argentina. Es en ese contexto que tenemos que esforzarnos por pensar mejor los hechos que hemos comentado aquí, en estas líneas llenas de incertidumbre y de preocupación.