A propósito de la insatisfacción y la democracia

Para los antiguos griegos, la democracia no era un derecho universal a la libertad política, es decir, un derecho a no ser regido por un poder heterónomo, como podemos entenderla hoy. Era, más bien, la extensión de un privilegio a la parte más pobre de los ciudadanos, el pueblo. Su aparición histórica es correlativa a la expansión política y militar de Atenas en el siglo V a.c y produce la incorporación política de las masas movilizadas por las incesantes guerras que atraviesan el siglo. Es notable que la democracia solo encuentre detractores en la naciente filosofía griega, que ataca la desmesura e inestabilidad del gobierno del pueblo junto a sus fundamentos metafísicos y morales. Este rechazo a la democracia, en verdad, ha sido una constante a lo largo de los siglos, y no es en vano recordar que desde la antigüedad hasta nuestros días la democracia ha sido admitida por los sistemas políticos solo en la medida en que no ha podido ser evitada, e incluso en este último caso, de forma marcadamente atenuada o condicionada.

Si bien la vemos aparecer repetidamente en los tratados de todos los tiempos sobre las diversas formas de gobierno como el gobierno de la mayoría, en oposición al gobierno de uno o de algunos, la inclusión de la democracia en esta tipología oculta el elemento de perturbación que ella introduce en la esfera pública y que apunta a la disolución de las otras dos formas, no solo en tanto constituyen el ejercicio de una exclusividad política, sino también social. A la esencia de la democracia pertenece la insistencia de una lógica igualitaria que trastoca el orden positivo de los privilegios. Aristóteles llamó a esta lógica “justicia aritmética o numérica”, que es el criterio de justicia política que corresponde a la democracia definida como el poder de la parte más pobre de la comunidad. Esta parte, que era mayoría como consecuencia de ser la más pobre (nótese que la condición mayoritaria era considerada consecuencia de una condición social y no una sumatoria de voluntades individuales socialmente abstractas), era la parte que se caracterizaba por no tener ningún título especial para ejercer el poder de gobierno, es decir, ni era la parte mejor ni era la parte más rica. Desprovista de excelencia y de riqueza, esta parte sin cualificación solo podía ostentar el título de la igualdad de condición política para ejercer los honores del gobierno. La democracia surge cuando, en ausencia de otros títulos para gobernar, el pueblo llano politiza la única condición que tiene en común con el resto de los componentes de la comunidad política: su condición de ciudadanos libres. La libertad es desde entonces el único título que el pueblo puede exhibir como suficiente para ejercer los honores de los cargos públicos. Su criterio de justicia política es tan sencillo como disruptivo del orden tradicional que distribuye las competencias políticas en función de las categorías sociales, como quería Platón. La justicia democrática dice tan solo que los que son iguales en un aspecto, la libertad, deben serlo en todos los demás y si bien en los orígenes de la democracia antigua la lógica igualitaria de su ejercicio se ciñe todavía a la igualdad de condición ciudadana para el ejercicio de los cargos públicos, es a partir del siglo XVIII que la igualdad política también se extiende al plano social. Este criterio de justicia igualitaria se opone al gobierno de los ricos, al que Aristóteles llama “justicia oligárquica o proporcional”, que sostiene que aquellos que son desiguales en un aspecto deben serlo en todos los demás. La lógica democrática y la lógica oligárquica, cuya dinámica íntimamente contradictoria plasma Aristóteles de una vez y para siempre,  constituyen los principios imperecederos de la batalla política y social de todos los tiempos.

El rechazo a la democracia siempre estuvo referido a la descalificación de su sujeto, y no solo por parte de sus antiguos y modernos detractores, que veían en ella el imperio del relativismo moral y el reinado de las apetencias individuales, sino que incluso encontramos en sus más entusiastas defensores la exigencia de una elevación moral del pueblo como condición necesaria para el ejercicio del autogobierno. La masa carente de virtud, se sostenía, solo podía promover un sistema de corrupción generalizada.

Pero tampoco la exclusión política del pueblo podía garantizar la estabilidad del orden político, como advierte Aristóteles, ya que dejar a la masa sin participación política alguna podía ser aún más peligroso para el estado que su incorporación, pues entonces este se encontraría rodeado de enemigos. La solución que propone es la de un gobierno mixto, en el cual los ricos que disponen del ocio necesario para el fomento de la virtud y los pobres sumergidos en las labores cotidianas son contenidos en una forma de gobierno en la cual los últimos eligen entre los primeros a los mejores dotados para el ejercicio de las magistraturas. Aristóteles llamó a esta forma de gobierno mixto, politeía, y la tradición, república. Si de una república puede decirse que es tanto una democracia como una oligarquía, sostenía, esto solo es índice de que las partes están bien mezcladas.

Esta idea de la república como equilibrio político de grupos socio-económicos reaparece con fuerza en la moderna teoría constitucional. Con Montesquieu, en particular, se consagra la idea de una división de los poderes del estado en función de los grupos sociales en los que se divide la sociedad. Si para Aristóteles el estado peligraba sin la participación política del pueblo, para Montesquieu el peligro radicaba en la exclusión política de la nobleza.

Esta asimilación moderna del principio del gobierno mixto se da sobre el trasfondo de una serie de desplazamientos que trastocan los supuestos políticos del mundo antiguo: el pueblo deja de ser concebido como una categoría social para elevarse a entidad política abstracta, al tiempo que la libertad política, otrora considerada como participación en la vida política de la comunidad, se retrotrae a la esfera de una vida privada, tanto íntima como económica, que el estado debe garantizar y no interferir.

A la salvaguarda de esta libertad confinada en la vida privada están destinados los principios del constitucionalismo moderno: la división de poderes del estado y la defensa inapelable de los derechos individuales son los límites que, por arriba y por abajo, circunscriben el despliegue del poder democrático de la mayoría en una arquitectura política regida por principios e instituciones contra-mayoritarios. Desde las restricciones a la ciudadanía política basadas en censos patrimoniales, en el género o el tipo de actividad, las luchas populares han ganado terreno en la conquista de los derechos políticos, pero siempre el ejercicio de la democracia ha coexistido con la férrea tutela de los poderes minoritarios. Al calor de estas luchas, el retroceso táctico del poder oligárquico terminó finalmente afincándose en el único poder del estado que tiene por competencia la intromisión en la vida privada de los ciudadanos: el poder judicial. El nudo que la modernidad ha legado a nuestro inquietante presente político es el de un poder que, al tiempo que constituye la última garantía de los derechos individuales frente a la arbitrariedad y la injusticia, es la encarnación viva de la más pura lógica oligárquica.

Tienen razón quienes ven en esta tutela de las minorías sobre el poder democrático los orígenes de una insatisfacción de masas que se remonta hasta el fondo de la historia. Pero no es menos cierto que la democracia es la práctica política de sublevarse frente a esta tutela. Más precisamente, la democracia es en sí misma la práctica política de la insatisfacción, es el rechazo de convertir en naturaleza el orden de las desigualdades y los privilegios. No se satisface siquiera su insistencia igualitaria en las conquistas positivizadas en leyes o plasmadas en instituciones progresivas. Siempre se espera más de ella porque a través de ella se vislumbra un horizonte de justicia al que no se quiere ni se debe renunciar. De aquí que al sujeto de la democracia, al pueblo, siempre le ha tocado soportar el peso de las más extremas pruebas de virtud política, una exigencia que nunca se le ha reclamado a los oligarcas, porque de ellos nada se espera. Esta exigencia ha sido también un motivo recurrente de la insatisfacción con la democracia por parte de dirigencias ilustradas que buscaban en el sujeto democrático una pureza literaria.

Como vemos, siempre hay insatisfacción cuando hablamos de democracia, pero no siempre en el mismo sentido ni con igual importancia. Quiero acá llamar la atención sobre un tipo específico de insatisfacción al que, me parece, hay que atender en los tiempos actuales: el de la pérdida de potencia política del sujeto democrático por la ausencia de una voluntad política mayoritaria. Porque en este caso, aquel diseño constitucional basado en la institución de poderes contra-mayoritarios, acuñado en el liberalismo de los siglos XVIII y XIX y que estaba motivado por el interés de establecer frenos al poder de la mayoría, se convierte en la directa privatización del espacio público por el poder oligárquico si desaparece la producción política de la mayoría. Y digo producción política para distinguirla de las mayorías técnicas que resultan de las síntesis artificiales del balotaje, que no cuajan en la conformación de una voluntad mayoritaria sustancial.

El borramiento del sujeto mayoritario en las sociedades contemporáneas, o su contracara que es la fragmentación de la voluntad popular, implica el reinado sin contrafuertes de los poderes minoritarios. Esta situación ha provocado que en los últimos años haya ganado terreno en el pensamiento político emancipador una mirada pesimista sobre la deriva democrática que, cada vez más identificada con conquistas de derechos individuales, acelera el proceso de diferenciación y atomización social en desmedro de los sujetos colectivos de lo político, del pueblo. Una identificación creciente entre democracia y derechos individuales habría conducido, según esta mirada, al resultado paradójico de que la ampliación de la conciencia democrática asista al más formidable proceso de reordenamiento mundial conservador y de pérdida del poder de las mayorías.

Sin embargo, yo creo que las cosas deben ser miradas de otra manera. La identificación entre democracia y derechos individuales es una consecuencia necesaria de la afirmación igualitaria de la lógica democrática, de la igualdad de todos con todos, y habría que ver en dicha identificación más bien la modalidad de resistencia específica que los actores sociales oponen en el mundo actual a la naturalización neo-conservadora del orden oligárquico y no un sutil instrumento de su dominancia global.

La expansión de la conciencia democrática y su identificación con los derechos humanos ha permitido la impugnación de las desigualdades antes relegadas a la esfera privada. La lógica igualitaria de la democracia permite proyectar la igualdad pública en las desigualdades privadas, desprivatizando las relaciones de sometimiento. El problema se encuentra más bien en el “retorno” de la igualdad que polemiza en la esfera privada a la posición de un sujeto de masas que polemice contra la privatización de las decisiones soberanas. Porque en cada retorno de la igualdad desde la diferencia, el sujeto democrático se articula en un sujeto colectivo internamente diferenciado, que integra en su cuerpo político los nuevos derechos generados en la singularidad de la diferencia y el pluralismo. Este retorno al pueblo desde las identidades diferenciales es una tarea que compete tanto a los cuadros militantes de base como a la conducción táctica del movimiento de masas. Superar la insatisfacción de la impotencia de la mayoría, este nihilismo de las sociedades contemporáneas, es una tarea de la praxis política, de su autonomía relativa, y su éxito o fracaso no es imputable más que a su capacidad de producir una articulación de masas por las fuerzas militantes del pueblo. No es un problema adjudicable a la democracia, que como tal, es tanto una lógica de la diferenciación como de la unificación. Vencer esta insatisfacción es plasmar la expansión de la conciencia democrática en un sujeto colectivo que ponga el destino compartido de la comunidad en manos del pueblo.