Los hijos de la generación diezmada

Si el milagro o la carambola abrieran las puertas de la victoria electoral para el peronismo, la historia habilitaría un acontecimiento inédito en el movimiento nacional justicialista: el liderazgo menguante de la vicepresidenta Cristina Kirchner cedería paso al ascenso de Sergio Massa y Axel Kicillof, como expresiones políticas distintas y complementarias para una etapa que despeje el eclipse político de las últimas dos décadas. El albur de la hipótesis depende de los anticuerpos que la sociedad tenga para frenar en las urnas la amenaza estragadora de Javier Milei y la tolerancia a al affaire de Martín Insaurralde, cuyas imágenes ametrallan a través de la pantalla la conciencia popular y el ánimo militante a 20 días de los comicios.

El trasvasamiento generacional, siempre mentado y jamás concretado, sería quizá la novedad más importante para la constelación del PJ y sus formaciones partidarias satelitales y, a su vez, sería la manifestación más valiosa de la persistencia democrática de las organizaciones territoriales que precisan de la estructuración permanente de su fuerza para pulsear entre casino y coliseo. La exageración del postulado se diluye cuando se observa que la vida de Juan Domingo Perón se extinguió, tal como narrara en su exitoso libro Juan Manuel Abal Medina (padre), sin que pudiera culminar su faena ordenadora durante su tercera presidencia y los enfrentamientos internos se agudizaron a la vez que los grupos económicos pergeñaron el golpe de Estado para llenar el vacío de poder, y sus propios bolsillos, encargando y financiando el exterminio de la clase obrera a los militares.

Como planteara David Viñas en Indios, Ejército y Frontera, el genocidio planificado del 76’ constituye el broche de la aniquilación de los pueblos originarios perpetrada por el ejército roquista en 1880, con el propósito de expandir la frontera productiva del precario capitalismo vernáculo. Así, el centenar de familias que rigió desde los albores de la Nación apeló, sin trepidaciones, a los cuarteles cada vez que requirió innovaciones productivas, que resistían las mayorías que surgían del escrutinio de las urnas.

Y de la misma manera que la posdictadura se extendió, casi inconmovible a pesar de la pulsión alfonsinista, hasta el estallido del 2001 y el kirchnerismo sintetizó un interregno de reparaciones repolitizadoras que redundaron en el agotamiento de los consumidores que su keynesianismo hipster engordó, los dueños del país se encaramaron desde la pandemia del Covid19 en la epopeya delirante de los libertarios para mellar la experiencia del traumático Frente de Todos y propiciar la revancha cambiemita, pero más de uno teme ahora por las derivas que se atisban en el horizonte. La transferencia brutal de ingresos que siempre persiguieron, a caballo de la voracidad que los empujaba a contratar los servicios de las jaurías más feroces, puede devorarse esta vuelta hasta al más pintado.

En ese sentido, la tragedia frustrada del atentado fallido contra la Vicepresidenta, la dirigenta más gravitante del oficialismo más allá de que su representación se achicó sistemáticamente en los últimos 10 años, funcionaría como password para el porvenir, sin el trauma de un magnicidio cuyo anhelo se cultivó en los medios masivos de comunicación y cuya autoría intelectual el Poder Judicial se niega a investigar. Esa es la escena que podrían protagonizar Massa y Kicillof.

DNI, ADN o biopic

Cuando la diseñadora de la coalición gubernamental dijo en C5N que su deseo era que tomaran la posta los hijos de la generación diezmada, concepto que acuñara el propio Néstor Kirchner cuando inscribió su pertenencia a ese segmento y reclamó su herencia, las cuentas de los exégetas apuntaron al ministro del Interior, Eduardo “Wado” De Pedro, el titular de la cartera de Desarrollo de la Comunidad bonaerense, Andrés “Cuervo” Larroque, su hijo, Máximo Kirchner, y Kicillof. Sin embargo, el modelo de construcción esculpido por la dupla que forjó las bases de los 12 años que se romantizan y añoran blinda con desconfianzas los círculos áuricos y siembra recelos ante el crecimiento de los cuadros que carezcan del ADN indicado. “Cristina es dinástica”, dicen que dijo un ministro de su primer gabinete que todavía orbita bajo su conducción.

No obstante, la Vicepresidenta superó a Perón en generosidad –o el contexto que le tocó le prodigó mejores oportunidades que al General-: mientras que el fundador del movimiento legó la frase que reza que su “único heredero” era el pueblo, ella llama a que la sucedan. El problema es que el trámite desata casi idénticas tempestades que hace 50 años y, aunque el mismo día que la condenaron a prisión por 12 años y la inhabilitaron para ejercer cargos públicos se despachó en un asado con intendentes, legisladores y sindicalistas para encomendarles la tarea de “hacerse cargo” y tomar el “bastón de mariscal”, cualquier iniciativa termina consultándose con ella, los resortes de la activación permanecen bajo su botonera y las articulaciones plebeyas se atrofian, inevitablemente.

Esos requisitos redundan en inhibiciones, cuando no en gestos que aburren o abochornan. Se sabe también que, en alguno de los trances conflictivos entre el diputado Kirchner y el gobernador bonaerense, el presidente Alberto Fernández practicó un dudoso gesto de docencia con el mandatario provincial para explicarle que su jefatura institucional en la geografía de la jurisdicción más arisca y difícil de llevar lo eximía de rendir determinadas pruebas.

El inconveniente es tributario de la concepción gerencial del capital político y sus traducciones electorales, tan parciales, relativas y efímeras. La verdad sobre la legitimidad de un líder sobre su propia acumulación de sufragios puede volverse abusiva cuando otros dirigentes también aumentan su volumen y ganan protagonismo, del mismo modo que anticiparse demasiado en la adquisición de acciones dentro de una sociedad (sea comercial o política) puede convertirse en un desafío de una audacia difícil de procesar. La pregunta sería en qué momento un diputado o un gobernador se agencian su autonomía para sentir y encarnar la representación de los votantes si cualquier diferencia o discusión se saldan con el alegato de que la decisión la define el capo del emprendimiento.

No es casual que ya en 2017, Kicillof concediera una entrevista a Revista Crisis y se autopercibiera como “el hijo recuperado del peronismo”. Había que vencer el recelo de vastos sectores del peronismo, refractarios a su formación heterodoxa y su trayectoria ajena al dogmatismo de la tercera posición. Entre aquel reportaje y la campaña a bordo del Clio, se cuece buena parte de la deontología del Gobernador, curtida en las antípodas del menemismo reciclado de Insaurralde.

Fichado desde el otro extremo, Massa llega al peronismo desde la UCeDé, cursa astucia intensiva con Graciela Camaño, construye un itinerario personal, familiar y social entre los Galmarini y los Durrieu, acredita despliegue con Kirchner y rompe y confronta en 2013 con la por entonces Presidenta. Los tiempos en que maduró a tropezones con su Frente Renovador lo acercaron al establishment y la urdimbre de la experiencia del mandato en curso lo sentó al lado del hijo de la Vicepresidenta. La ilustración más cabal sobre su figura probablemente la consiguió Diego Genoud en El arribista del poder, la biografía sobre él: “Vos sos igual que yo pero más hijo de puta”, le habría dicho el presidente Kirchner, después de uno de esos partidos de fútbol picantes que se disputaban en la Quinta de Olivos.

Por más que sus números de DNI no sean tan cercanos a los de Larroque, De Pedro o Kirchner (hijo), Massa nació el 28 de abril de 1972 y Kicillof cumplió 52 años el 25 de septiembre pasado. Como si fuera el plot twist de una película, el de Tigre y el de Parque Chas fungen actualmente como opuestos complementarios de un peronismo que afronta su hora más embromada, con más fragilidad que nunca, pero con un saldo organizativo incomparablemente más alto que el promedio desde 1983. Ninguno de los dos, podría agregarse para furia o nerviosismo de los custodios de la liturgia, se criaron entre ajuares peronistas. Ingrata suerte para los que escudriñan las fechas en las fichas de afiliación olvidando el carácter aluvional que nutrió al partido, los guardianes del dogmatismo deben aceptar que el peronismo fue, para ambos, una decisión en el derrotero de su biopic o un ritual de conversión en el fragor de la comprensión política.

Termómetro, timba y desesperación

Con todo, Argentina se volvió insondable. Y el futuro del peronismo está condicionado por lo que arrojen las urnas: si Massa y Kicillof prevalecieran, estarían llamados a encabezar la reconfiguración o renovación, mientras que los tres referentes de La Cámpora aludidos ut supra terminarían contribuyendo o cinchando en la tarea. Abismalmente distinto será el camino si entre octubre y noviembre se consuma la derrota.

Los días que faltan hasta el hecho de masas electoral oscilan entre la ansiedad y el frenesí por dilucidar hacia dónde se mecen las preferencias del padrón, en una época de termómetros rotos y el temor a que la divulgación de las imágenes del ex jefe de Gabinete bonaerense –capturado entre la obscenidad y la ostentación- hundan el humor general en la bronca. La tarea de los dos puntales para empujar la performance del oficialismo hacia el ballotage se vuelve titánica, justo después que Massa lograra erigirse en el decisor indiscutido con el apoyo de todo el peronismo y contra el pataleo –a veces, indisimulado- de los que tendrían poltrona parlamentaria asegurada.

Aun así, el entorno del candidato presidencial de Unión por la Patria (UxP) estima que el oficialismo tiene su pase a segunda vuelta garantizado. Hasta en el campamento de Milei, concedieron a Realidad en Aumento que la intención de voto del postulante de La Libertad Avanza puede no alcanzarle para eximirse del ballotage, pero insisten que todavía puede ocurrir que el conteo del primer turno lo catapulte directamente a Casa Rosada. Consultores más afines al gobierno nacional, de todas formas, filtran datos que indican que Massa acortó la distancia y ya se encuentra por encima de los 30 puntos.

Contra el desgano insuflado por la panoplia mediática y los daños infligidos por una interna desgastante, Massa y Kicillof están obligados a correr su propio riesgo al albur para evitar la reedición del desenlace autoritario que se amasó tras la muerte de Perón. De ahí que haya sido crucial la unción cristinista a los dos exponentes de la generación diezmada y que, contrarreloj, la agitación militante entrara en el vértigo de acercar materialmente los enunciados inasibles para los postergados, con la desesperación frente al terror inconmensurable.