“Mi amor, la libertad es fanática;
ha visto tanto hermano muerto,
tanto amigo enloquecido,
que ya no puede soportar
la pendejada de que todo es igual”.
Blus de la libertad (1996).
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota
La pregunta por la libertad remite, indefectiblemente, a la idea del poder. Cualquier discusión sobre la especie que no incluya la reflexión sobre el choque de fuerzas en pugna podrá animar disquisiciones y tertulias de salones literarios pero quedará reducida a una oda a la abstracción, en vez de sedimentarse en la terrenalidad del pensamiento a la que aludía Karl Marx en su querella contra los escolásticos.
El riesgo de diseccionar la noción hegemónica de ese signo a partir de recortes periodísticos o videos de Tik Tok sería caer en la trampa de disertar, como en un concilio de purpurados, sobre la libertad según el evangelio de Javier Milei. La desgracia de esa faena estriba en la picardía de perderse el acervo peronista sobre el asunto: solo una sofisticada operación cultural de los dueños del país ha querido sustraer la legitimidad del movimiento popular más importante de la Argentina para pulsear por su emancipación, impugnándolo bajo la desposesión material y simbólica que confieren las categorías sociológicas como indios, cabecitas negras, zurdos, populistas y, ahora también, kirchneristas.
Dicho de otro modo, el peronismo es una fábrica de libertades plebeyas. Los tironeos jurídicos de la organización popular para mejorar sus condiciones materiales de existencia frente a los patrones que pretenden la subordinación bajo la suela de los salarios de miseria o el exterminio físico son, en definitiva, una manifestación más de la lucha por el poder.
En ese sentido, los interregnos luminosos de la historia local, con ampliaciones de derechos y mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores, prodigan incontables ejemplos. Desde la incorporación aluvional de las masas obreras a la escena política e institucional de estas pampas, lo mismo que el voto femenino y la reelección indefinida en la Constitución de 1949, hasta la patriada de los albores del Frente Para la Victoria (FPV) y la arquitectura legal del matrimonio igualitario, una profunda adhesión a la puja por ejercer febrilmente nuevas libertades constituyen el credo mismo de los gobiernos erigidos sobre experiencias paridas por sublevaciones populares y sus cauces partidarios.
Tal vez la astucia de las corporaciones vernáculas, y la falta de reflejos de los principales cuadros políticos de los últimos 20 años, permitieron la expansión de la diatriba y la acusación contra los herederos de Juan Perón por sus presuntos autoritarismos. La tarea incansable de Néstor Kirchner y sus principales escuderos, curtidos en un peronismo que no renegaba de sus elasticidades ideológicas, cauterizaba las heridas que esos discursos causaban y devolvía cada injuriante estocada opositora con viveza y contundencia. Después de su partida, la por entonces presidenta Cristina Kirchner se replegó y se refugió en círculos de confianza cada vez más pequeños y menos representativos, por temor a referentes que apetecían mayores cuotas de poder. El modelo de construcción bautizado como “Pisa Brotes”, cuyo apotegma consiste en no dejar crecer demasiado ningún arbusto que amenace con hacer sombra, redundó paulatinamente en aislamiento y propició el éxodo de los más ambiciosos hacia otras parcelas del sistema político y adormeció a los que tenían el pecho henchido de iniciativas.
A la larga, el resultado terminó siendo la escena aciaga de la dirigenta más admirada por gruesas capas del peronismo renunciando a su candidatura y reclamando a sus seguidores que tomen el bastón de mariscal. Era demasiado tarde para que la comprensión de textos, como ella lo acuñó, resultara operativa: tantos años blandiéndose órdenes de arriba que desparramaban o inhibían hacia abajo, tanto esfuerzo para conducir al conjunto como si se tratara de hijos del rigor y tanta romantización narrativa de la impotencia política bajo diagnósticos sin traducciones resolutivas entumecieron a la sociedad.
El broche de oro, quizá, ya había emergido con la pandemia del Covid19 y el imperio del sanitarismo para cuidarse del virus. La desmovilización inducida por las disposiciones preventivas desactivó lazos y desarticuló rutinas que mantienen la gimnasia de las bases para volcar su energía a cualquier agitación de un momento a otro.
Ese cóctel fue disecando el ímpetu de la libertad en la dirigencia y la militancia. El cálculo de los riesgos y el miedo a pifiarla disciplinaron en buena medida a casi todo el espinel que vertebraba al peronismo y empujaron la audacia a la vitrina de las nostalgias. A su vez, las jóvenes promesas de la generación del Bicentenario se guarecieron en diversos recovecos del Estado, bajo el acierto estratégico de cuidar a los cuadros para cuando hubiera revancha, pero también se burocratizaron cuando no se enriquecieron groseramente.
Los versículos de Milei se escriben con el resentimiento contra esas parábolas. Y las consignas de libertad que promueve entre sus banderas funcionan como anverso de abordajes estériles del oficialismo actual a lo largo de dos décadas.
Por caso, la novela del dólar blue o ilegal, última fase del contrabando rioplatense, acredita más de 10 años como problema sin que el kirchnerismo le ponga el cascabel al gato, más allá de alguna que otra explicación sesuda y eventuales operativos sobre las cuevas. Ese tipo de cambio no nació de un repollo sino que fue la reacción de los especuladores financieros al cepo dispuesto en los inicios del segundo mandato presidencial de la actual Vice: para no convalidar una devaluación del peso, el gobierno del FPV instrumentó una serie de restricciones para la compra de divisa norteamericana con propósito de atesoramiento.
Es decir, Milei llena con algaradas sobre la libertad el hondo vacío del malestar argentino por la dificultad para ahorrar en dólares, tras los traumáticos eventos inflacionarios que sacudieron la Nación en el último medio siglo. El kirchnerismo, que recompuso la trama productiva tras el estallido de la convertibilidad y gobernó con celo el tipo de cambio, habilitó con sus gestiones el surgimiento de la bronca de la clase media, luego de que se aglomerara por cientos de miles en la Avenida 9 de Julio y sus alrededores un año antes por el festejo de los 200 años de la Patria. “Los quebramos culturalmente”, le dijo el ex presidente Kirchner a su hijo, Máximo Kirchner, la noche del 25 de mayo de 2010, sin imaginar que ese instante cenital podía precipitarse hacia una lenta declinación del apoyo 15 meses más tarde.
Este racconto no pretende, sin embargo, desmerecer la nobleza del intento heterodoxo por corregir variables económicas sin conceder la devaluación que declaman permanentemente los voceros del mercado. En todo caso, revisa el itinerario de una cuestión que parece inabordable sin rendirse a los axiomas del complejo agroexportador que domina la conciencia de la desdibujada burguesía nacional.
Y para no precipitarse, conviene detenerse en los debates que desde la civilización griega en adelante se propusieron en torno de la libertad. Sin renegar de la vorágine que obliga –o licencia- a la disimulada vulgaridad, podría resumirse que por un lado tallaban los que pensaban el significado de esa palabra en su acepción política o comunitaria, considerándola como la autonomía o independencia de un grupo humano para regir su destino sin interferencia de otras tribus. Para los individuos que lo integraban, su pertenencia no les confería la posibilidad de evadirse de las reglas sino que los conminaba a cumplir con las leyes propias. Los guardianes de la liturgia dirían que hubo peronismo en Atenas.
Y en el otro andarivel, orbitaban quienes concebían la libertad como una manera de quitarse el yugo o la presión de la polis –o el Estado-. Como se ve, Milei no es un invento argento tampoco ni, mucho menos, reciente.
Incluso el capítulo sobre el determinismo de la necesidad o el insobornable albedrío de la libertad fue estudiado y resuelto por Immanuel Kant. A su criterio, los hombres y las mujeres no son libres porque pueden apartarse del nexo causal sino porque la libertad es, por definición, un postulado de la moralidad, al decir del diccionario de José Ferrater Mora.
Como sea, el quid de la disputa, en última instancia, no se resuelve con tratados sobre la Economía como asignatura enunciada en tarimas académicas sino en el barro de la política. Porque si mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar, también es cierto que los filósofos se han encargado de interpretar el mundo pero, según Marx otra vez, lo que se necesita es transformarlo.