Por Sebastián Mauro,
director del Centro de Estudio y Asuntos Políticos (CEAP).
El resultado del ciclo electoral de 2019, dominado por la polarización entre dos vastas coaliciones electorales, habilitó la hipótesis, ampliamente difundida por politólogos y analistas, de que el sistema político argentino retomaba la senda de la normalización bipartidista. El notorio deterioro de las terceras opciones electorales, forzadas a elegir entre la unidad o la intrascendencia, sirvió de argumento para justificar la previsión de un futuro bicoalicional para nuestro sistema partidario, basada en una supuesta coerción estructural que obligaba a las élites políticas a agregarse en torno de opciones mutuamente excluyentes.
Dichos análisis dejaban trascender que los tiempos de fragmentación territorial de la política estaban destinados a terminarse, y que las disputas subnacionales iban a tender, paulatinamente, a ser absorbidas en el interior de las dos coaliciones nacionales principales. El argumento sobreestimaba el devenir (circunstancial) de la política nacional, desatendiendo la evolución de la política en los niveles subnacionales. Lo curioso es que los niveles subnacionales ocuparon un lugar privilegiado del análisis político en el período preelectoral de 2019. Desde la conformación de Alternativa Federal en 2018 hasta el triunfo de Juan Carlos Schiaretti el 12 de mayo de 2019, la mentada “liga de gobernadores peronistas” parecía destinada a ejercer un rol protagónico en la sucesión presidencial, favoreciendo la renovación del peronismo nacional en clave poskirchnerista. Seis días después de las elecciones cordobesas y del clímax provincialista, un video publicado en la red social Twitter por Cristina Fernández disolvió, en cuestión de horas, las aspiraciones.
Lo anterior debería servir para prevenir al lector sobre el entusiasmo excesivo de los analistas políticos (académicos y no) para encontrar tendencias y “cambios de ciclo” en cada pequeño detalle de la vida política cotidiana. Sin mayor justificación, pasamos de explicar cómo el peronismo está renovando su liderazgo nacional desde las provincias a pontificar sobre la ineludible centralidad de Cristina Fernández, y (ahora, de nuevo) a dar cátedra sobre el peso y la relevancia de la liga de gobernadores. Oscilamos entre desarrollar una teoría sobre cómo el federalismo argentino ofrece incentivos para la autonomía de las élites políticas provinciales a hipotetizar el reagrupamiento definitivo de dichas élites en dos grandes coaliciones nacionales, para luego, nuevamente, explicar cómo las élites provinciales revalidan su autonomía frente a Buenos Aires. ¿Acaso es la política argentina pendular o lo somos sus analistas, saltando de un polo a otro sin solución de continuidad?
Las presentes líneas no buscan ofrecer un análisis moderado que valore el peso de cada uno de los factores del problema. Al contrario, en estas líneas presentaré un argumento destemplado, extremista, pero en el sentido opuesto a lo que predomina en las columnas de opinión que circulan por estas semanas, aquellas que vuelven la atención sobre el poder y la relevancia de los gobernadores en la definición de la política nacional.
Con un tono radicalizado más propio de las redes sociales (el tono que han alcanzado muchas columnas) voy a proponer que la liga de gobernadores es, en el mejor de los casos, un grupo de interés con capacidad relativa de presión sobre las decisiones de política pública nacional en coyunturas de liderazgo presidencial débil. Pero que nunca constituyó un actor con capacidad de definir una candidatura presidencial competitiva (peronista o no peronista) y que hoy, en el contexto de segmentación del sistema partidario argentino, está en peores condiciones para satisfacer esa expectativa. Repasemos.
Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, la orfandad de liderazgo nacional justicialista no fue resuelta por un órgano colegiado de líderes provinciales, sino por un proceso de renovación impulsado por un sector del peronismo bonaerense al que la mayoría de los mandatarios peronistas provinciales adhirió una vez resuelta la disputa interna. La culminación de dicho proceso fue la derrota del precandidato presidencial apoyado por la mayoría de los gobernadores peronistas y la consagración de Carlos Menem como presidente y líder peronista indiscutido. Es decir, la Renovación Peronista transcurrió ante la mirada desconfiada de los líderes provinciales (que adhirieron a las diferentes posiciones con un criterio táctico), mientras que la derrota de Antonio Cafiero se produjo a pesar del apoyo sincero de buena parte de esos mismos dirigentes.
Durante la siguiente presidencia no peronista, la entelequia de la liga de gobernadores hizo su aparición como un actor enfocado en resistir los reclamos presidenciales de profundizar las políticas de ajuste fiscal que ya habían sido ejecutadas durante el segundo gobierno menemista. La interrupción del gobierno de la Alianza significó una muestra de la limitada capacidad de agencia de semejante actor colectivo: primero con la brevedad del gobierno de Adolfo Rodríguez Saá, que derivó en un gobierno apoyado principalmente por las redes políticas bonaerenses; segundo por el accidentado proceso de selección de un candidato peronista en 2003 (proceso que no sólo se caracterizó por la fragmentación, sino también por la defección de algunos de los principales actores del peronismo subnacional).
El hecho de que ambos procesos derivaron la elección presidencial de gobernadores peronistas del interior es un punto a favor de la exacerbada preocupación por los gobernadores. Pero desde que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha dado muestras de una renovada capacidad de injerencia sobre la política nacional, e incluso sobre la política subnacional en otros distritos, la ruptura del eje vertical que articula sistema político argentino aparece como el fenómeno saliente.
Durante el macrismo, el peso de los gobernadores para definir una unidad de acción política queda suficientemente plasmado en la anécdota del inicio de esta columna. Desde la puesta en escena de la decisión (nada menos que un tuit) hasta el contenido mismo de dicha decisión (la selección de un operador político porteño sin trayectoria significativa en cargos electivos) se pone en evidencia hasta qué punto los actores no sólo han aceptado el liderazgo kirchnerista sino, especialmente, que la política nacional se dirime en el AMBA.
Desde este punto de vista, el protagonismo excluyente de dos coaliciones nacionales no es contradictorio con un calendario electoral que se vislumbra profundamente fragmentado ni con la proliferación de provincialismos. Ni una cosa es señal de un sistema político integrado ni la otra es el indicador de un sistema fragmentado. La combinación entre polarización política nacional y segmentación territorial, vigente en 2019 y probablemente vigente en 2023, configura el espacio en el cual se mide la relevancia de los gobernadores y de los liderazgos políticos nacionales (porteños).